CAMBIOS EN LA ERA COVID -Enseñanzas de la Crisis-


 Amalia Tesoro Amate
Psiquiatra jubilada del Servicio Andaluz de Salud

Cuando en España estábamos más seguros de nuestras certezas, de una esperanza de vida larga, de haber superado mal que bien la crisis financiera, de vivir en una sociedad occidental que nos proveía de los cuidados necesarios, (bien es cierto que a unos más que a otros) ha llegado, para quedarse, el SARS-CoV-2 que ha derrumbado de golpe los pilares en los que se asentaba nuestra identidad como miembros de una sociedad occidental evolucionada inmersa en cambios de corte liberal.

La incertidumbre ha tomado el centro de nuestra vida y la está gobernando. Quedaron atrás nuestras certezas en cuánto a cómo son las relaciones, el trabajo, la vida cotidiana, la sociedad en su conjunto y sus distintos elementos que nos ofrecían un marco tranquilizador, conformando, en gran medida, nuestra identidad como seres sociales y en relación, en continuo feed back unas facetas con otras.

Hasta la epidemia, se ha fomentado desde todas las instancias la sensación de invulnerabilidad personal, favorecida por una sociedad cada vez más liberal en lo económico, que ocultaba cuidadosamente sus miserias y cultivaba los mitos de que la sanidad privada y la pública solucionan de igual forma los problemas de salud y que entre ambas podríamos curarnos de casi cualquier cosa, o en todo caso de que la enfermedad era una cuestión individual, atribuible a la mala suerte, cuando no a nuestros insanos hábitos personales, sin tener en cuenta los determinantes sociales.

Y de repente llegó la crisis COVID, que nos ha puesto frente al espejo.

La reconfortante sensación de certeza ha quedado atrás. La incertidumbre se erige como pilar social, que condiciona nuestras relaciones, nuestras decisiones, nuestro trabajo, nuestra cotidianidad y nuestro futuro.

Pero la incertidumbre nos enfrenta a la experiencia de sentir la propia limitación, nuestra, como vivencia individual, y del resto de la población, como vivencia social. Esto, a su vez provoca dolor, temor, ansiedad y en algunas ocasiones duelo. Como todo duelo tiene sus fases. Primero la de negación de la realidad. Después ira, (derivada de una situación social percibida como injusta para nosotros) especialmente contra el Gobierno, (por haber tomado medidas, demasiado pronto o demasiado tarde, o medidas equivocadas en nuestra opinión), o contra los científicos (que no avisaron, como si ellos lo hubieran sabido). Más tarde la de negociación y falsas expectativas (“pronto volveremos a estar como antes”). Posteriormente la de tristeza, apatía y disminución del placer, y finalmente la de aceptación de la realidad, poniendo en marcha diferentes estrategias para gestionar la incertidumbre.  Socialmente no estamos todavía en la fase de aceptación, sino conviviendo entre sí y por momentos la ira, la negociación y la depresión, en sus diversas formas.

Sin embargo, esta crisis también nos está enseñando cosas que ya estaban presentes, pero de las que apartábamos la mirada. No voy a hablar de las peticiones de los agricultores con relación a la necesidad de los inmigrantes, ni del resurgir de la naturaleza, ni de la desaparición de la polución, ni siquiera de la precariedad de la investigación, ni de lo escuálido de la industria relacionada con EPIs o respiradores, pero sí me voy a extender en la situación de las Residencias de Mayores y de la Sanidad Pública.

No faltaban avisos por parte de familiares, Servicios Sociales, algunas ONGs y algunos Sindicatos, sobre la situación en la que se encontraban las Residencias de Mayores. Sin embargo, ni institucionalmente se pusieron medidas en la mayoría de ellas, ni mediática, ni socialmente era un clamor. Ha tenido que venir el COVID para poner de manifiesto la escasez de recursos humanos, la falta de personal sanitario a disposición de las personas residenciadas, los graves déficit en las instalaciones y en el cuidado, la ausencia de controles de los poderes institucionales y las concesiones públicas a empresas de dudosa ética empresarial gran parte de ellas, además de la ausencia de control y de participación en la gestión de familiares y usuarios.

También ha puesto de manifiesto esta crisis la precariedad del Sistema Sanitario Público de Salud. Agotado por los recortes nunca recuperados desde la crisis financiera del 2008, los profesionales se han tenido que lanzar a una ofensiva contra el COVID, sin protección suficiente, con escasez de medios humanos y materiales, con turnos interminables, en entornos de trabajo distintos al habitual, soportando con esfuerzo la ansiedad, el miedo, la ira y la pena, cuando no el contagio o la muerte, con sueldos desiguales en las distintas CCAA y en muchas ocasiones con contratos precarios.

Nada puede ser igual después de esta experiencia. Como sociedad hemos de arrostrar la responsabilidad que tenemos en este estado de cosas, al haber permitido de una u otra forma el mal trato a los mayores en las Residencias y los recortes en el Sistema Sanitario Público.

Es necesario, social e individualmente, hacer crítica de nuestras decisiones pasadas y de nuestra tolerancia extrema con estos factores que nos han hecho estar en unas malas condiciones para afrontar el COVID-19.  

Pero tampoco podemos permanecer en la melancolía de lo que pudo haber sido y no fue, sino socialmente establecer remedios, exigiendo a nuestros gobernantes que pongan en marcha soluciones que acaben con la precariedad de la Sanidad Pública (y por tanto de la investigación) y la blinden, así como que se modifique la situación de las Residencias de Mayores, estableciendo protocolos adecuados y rigurosos para su licencia y poniendo en marcha controles efectivos y exhaustivos, con participación de las personas residenciadas y de sus familiares en su funcionamiento y control.

Todo esto es imposible hacerlo sin introducir en nuestras vidas la cultura de los cuidados, entendiendo por tal desde su raíz etimológica (procede del latín, cogitare: reflexionar, pensar) hasta su definición por el DRAE: “1. Poner diligencia, atención y solicitud en la ejecución de algo. 2. Asistir, guardar y conservar 3. Discurrir, pensar 4. Mirar por la propia salud, darse buena vida 5. Vivir con advertencia respecto a algo”.

Lo que caracteriza a los cuidados es la reflexión que guía a la acción, para hacer posible y facilitar el disfrute de la vida diaria y para evitar sufrimientos innecesarios en una mezcla de autocuidado, cuidado de quiénes y a quiénes nos rodean y cuidado de lo que nos rodea[1].
Los cuidados se han producido siempre, la sociedad no hubiese sobrevivido en caso contrario. Margaret Mead, consideraba el primer signo de civilización en una cultura antigua un fémur que se había roto y luego sanado, porque, como argumentaba Mead, en el reino animal si te rompes una pierna mueres. No puedes huir del peligro, ir al río a beber agua o buscar comida. Mead dijo que “ayudar a alguien más en las dificultades es el punto dónde comienza la civilización”. A la luz de la experiencia COVID, es obvio que tenía razón.

Sin embargo, los cuidados han sido la parte oculta de la historia, porque han sido suministrados básicamente por las mujeres, las grandes invisibilizadas. Recogiendo esta cultura femenina, las mujeres hemos practicado y popularizado el término sororidad, que es “la amistad o afecto que une a los hermanos o a quienes se tratan como tales. La sororidad es el hermanamiento entre mujeres, propiciando la alianza, el respeto y el reconocimiento” (DRAE). Desde la segunda ola del feminismo (1960-1980), muchos grupos de mujeres se formaron para prestarse apoyo mutuo y comprensión, empleando la palabra sorority para definir estas relaciones de cuidados y soporte entre iguales. Marcela Lagarde considera la sororidad como “amistad entre mujeres diferentes y pares, cómplices que se proponen trabajar, crear y convencer, que se encuentran y reconocen en el feminismo”[2]. La sororidad acaba con el mito patriarcal de que el peor enemigo de una mujer es otra mujer.

Socialmente, para vivir y salir en las mejores condiciones posibles de esta crisis, es preciso cambiar tanto el concepto, como las consecuencias de “todo tiene un precio”, propio del liberalismo económico y modificarlo por la sororidad entre hombres y mujeres, por los conceptos de que somos seres humanos en relación, de que nos necesitamos unos a otros como está poniendo de manifiesto la crisis COVID, y de que la única salvación posible se encuentra en buscar el hermanamiento con nuestros iguales humanos propiciando la alianza, el respeto y el reconocimiento del otro/a,  utilizando el talento social para tener una vida mejor. Las personas sobreviviremos como tales, juntas y en colaboración unas con otras, o no lo haremos.
                                                     
                                                      
          
                                                                               26 de abril de 2020





[2] Lincoln, Bolos “Mujeres y espacio público: construcción y ejercicio de la ciudadanía”. Universidad Iberoamericana pag 241. 2008

Comentarios

  1. Amalia: El término sororidad es bien interesante. Parece que Unamuno fue uno de los primeros escritores en lengua española en utilizarlo. Lo hizo en su novela La tía Tula donde aparece varias veces en el texto. Con este vocablo se intenta describir, de una manera precisa, el afecto y la solidaridad entre mujeres libres e iguales, a diferencia del más usado de fraternidad, que hace lo propio cuando se trata de varones.
    En tu artículo se van desgranando otros términos que describen muy bien la situación en la que nos está situando esta pandemia: incertidumbre, precariedad, necesidad de cuidados (ante cuyo reclamo acude precisamente la sororidad). A mi entender hay dos vivencias que presiden la psicología de todo este proceso. Son, el miedo, una emoción básica que posibilita la sobrevivencia, y la fragilidad, entendida aquí como la experiencia de sentirse inerme ante acontecimientos que superan nuestra capacidad de respuesta.
    Si me dejas quiero hablar un poco de esto. Asentado sobre la sensación de seguridad y firmes certezas sobre el mundo que creíamos tener, está el ejercicio de la autonomía de cada persona para determinar su propia vida y destino. Se trata de una condición tan política, como social o psicológica sin la que no se puede entender el mundo occidental. Pero el derecho a ser dueños de nuestras vidas, esa necesaria libertad que tanto necesitamos, tiene otros compañeros en nuestra psicología básica. Quienes piensan que la autonomía personal es una de las necesidades humanas más profundas olvidan que la seguridad y la pertenencia son tan importantes como ella. Primero, porque sin seguridad no se puede ejercer la libertad. Las personas necesitamos sentirnos seguras. Nada amenaza tanto a la seguridad como el riesgo de perder la vida. Y ahora ese riesgo ha emergido como una fuerza de la naturaleza (aunque desatada por la acción humana). Sobre la importancia de la necesidad de pertenencia solo hay que recordar que nuestra especie ha surgido de la evolución ya socializada, es decir, organizada en grupo para mejor sobrevivir. El grupo confiere seguridad. El grupo es fuerza.
    La ideología liberal, que junto a la globalización ha venido constituyendo el sustrato dominante del panorama económico y político de las últimas décadas pone a la libertad como valor supremo. Sin embargo hay muchas personas que, debido a su condición económica, social o psicológica no consiguen hacer un uso práctico de ella. Para ellas la seguridad y el sentimiento de pertenencia están por encima de la libertad. El liberalismo constituye una negación sistemática de este hecho.
    En mi opinión, y precisamente por lo ocurrido tras esta pandemia, este tipo de sentimientos básicos van a pasar a dominar el panorama, al menos durante un tiempo. Espoleados por el miedo los ciudadanos vamos a exigir más seguridad a nuestros gobiernos, lo que puede tener una vertiente, digamos positiva (más y mejor sanidad, seguridad social, pensiones,…) y otra vertiente bastante más espinosa (más fuerzas de seguridad, más control social, más leyes coercitivas,...). Con la pertenencia, que nos alivia de la fragilidad e incertidumbre en la que ahora mismo nos percibimos, ocurre algo parecido. No olvidemos que se trata un poderoso estímulo que nutre de fuerza y cohesión a cualquier religión o agrupación política, sin olvidar naciones o profesiones, como la médica, por ejemplo. Ocurre que tan grupo es una horda salvaje dispuesta al asesinato y pillaje como una orquesta sinfónica. Obviamente se diferencian en su origen, estructura y fines. Pero ambas pueden suministrar abundante sensación de orgullo y pertenencia.
    Todo parece indicar que estamos entrando en el final de la era de la hiperglobalización y el liberalismo a ultranza. No sabemos qué vendrá después. Pero las condiciones que guiarán cualquier cambio que se produzca se están haciendo más visibles. Esperemos que una buena gobernanza tanto para lo socialmente compartido, como en lo que corresponde al cuidado de cada uno de nosotros y nosotras hacia sí mismo y sus próximos, pueda ejercer alguna influencia.

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  2. Amalia Tesoro Amate1 de mayo de 2020, 7:51

    Gracias, Ander.
    Efectivamente, el término sororidad, fue usado por primera vez por Unamuno en 1921, en la revista argentina, Caras y Caretas y utilizado, en ese mismo año, en La Tía Tula, mucho antes de que la Segunda Ola del feminismo (1960-1980) lo consagrara y lo popularizara y muy anterior a que nuestra inefable RAE, la reconociera en diciembre de 2018.
    Me parece muy interesante lo que `planteas, de los correlatos psicológicos de la incertidumbre, la precariedad y la necesidad de cuidados. Añadiría la conciencia de vulnerabilidad, que no es exactamente la fragilidad, que tú señalas. La noción de la propia fragilidad, (aunque socialmente todo conspirara para negarla, especialmente entre los hombres) se puede tener mediante un proceso de reflexión: siempre hemos sido frágiles ante las fuerzas de la naturaleza, ante las pérdidas, ante la enfermedad, ante los accidentes, pero para tener conciencia de vulnerabilidad, necesitamos haber sido vulnerados previamente. Y eso ha sucedido con el COVID. La caída de las certezas ha sido completa. El desamparo ha emergido provocando un malestar individual, con el correlato de ansiedad, dificultades de concentración, tristeza o insomnio.
    Pero también se ha producido un malestar social en el que la resistencia al cambio y la búsqueda de un chivo expiatorio están operando de una manera acusada, para intentar la utopía de devolvernos "a lo anterior", sin saber que eso ya no es posible. Casi nada de lo anterior vale ya y el futuro, como bien señalas, será distinto, sin que todavía sepamos cómo evolucionará ni en que consistirá
    Considero que cuanto más nos resistamos socialmente a construir el futuro, menos podremos aprovechar las enseñanzas de ésta crisis que también las tiene, como son la necesidad de cuidarnos a nosotros mismos y a los otros, de blindar la sanidad pública y dotarla de medios suficientes, de valorar y proteger la enseñanza pública, la investigación, la propia industria para depender menos del mercado exterior, de cambiar el modelo de las Residencias de Mayores, de darle más valor a la Ciencia que al fútbol.
    Ojalá me equivoque, pero tengo mis dudas de que aprendamos de esta crisis tanto cómo deberíamos, aunque nos vaya en ello la supervivencia como especie humana. Nunca hay que subestimar el poder de la negación ni del narcisismo.

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  3. Parte I:
    Interesante (e inaugural) artículo de opinión el tuyo, Amalia. A partir de una serie de reflexiones en torno a la crisis del covid y a la subsiguiente vivencia de fragilidad y pérdidas (y de duelo por esas pérdidas) con la que nos hemos visto confrontados, planteas dos cuestiones primordiales que sin duda ayudan a entender -por lo menos aquí, en España- algunos aspectos de la crisis. Me refiero a la situación de carencia y deterioro en la que se encontraba -y se encuentra- el SNS, y la realidad de nuestras residencias para mayores (a mí que ya lo voy siendo, no me importa que se las llame Residencias de ancianos o de viejos). En el primer caso, estamos totalmente de acuerdo y no me parece -aquí, sí en otros lugares: la calle, los medios de comunicación, los partidos políticos, la sociedad en general...- que valga la pena insistir. Sin embargo, sí quisiera plantear algunos matices en relación a lo de las Residencias de la tercera y espero que la cuarta edad. En tu exposición señalas la necesidad de "que se modifique la situación de las Residencias de Mayores, estableciendo protocolos adecuados y rigurosos para su licencia y poniendo en marcha controles efectivos y exhaustivos, con participación de las personas residenciadas y de sus familiares en su funcionamiento y control". Loable objetivo. Incluso pensando en las mejores virtudes de una posible conciencia cívica postpandemia -cosa más que discutible-, posiblemente con eso que señalas "ya nos daríamos con un canto en los dientes", pero tenemos el derecho a soñar, a fantasear con mejores mundos posibles. Así que... ¡Qué quieres que te diga!, pero para mí, esta clase de Residencias no dejan de ser espacios de exclusión (aunque funcionen como dorados habitáculos y sin caer en lo fácil de llamarlas "cárceles de oro"). Sí, de entrada, de exclusión de las personas de sus hogares, del espacio que habían construido para ellos y para sus hijos. Tenemos un excedente de producción de viejos, ¡qué vamos a hacerle!, y por muchas razones -algunas más que razonables. Colocarse en estos casos en una especie de superioridad moral me parece impresentable e indefendible-, la familia, los seres queridos, a los que dedicaron todos o casi todos sus esfuerzos, decidieron que ese excedente se gestionara (se mantuviera) fuera del orden del hogar. Y ya digo, tenemos derecho a soñar, a pensar que -también por muchas razones- este excedente debe ser "gestionado" dentro del hogar en el que nacieron o en el que construyeron para vivir (¡y por qué no!) para morir junto a los suyos. Pienso -aunque de entrada tal vez no tenga mucho que ver, pero sí me parece percibir cierta analogía- en el antiguo tratamiento moral (y en su fracaso) que se instauró en la Europa de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, como modo de remediar la situación inhumana en la que se encontraban aquellos desgraciados a los que la vesania había arruinado sus vidas. Como no se trata aquí de debatir por qué fracasó el tratamiento moral, sí quiero señalar que, a mi parecer, a la corta o a la larga, con la mejor de las intenciones o sin ellas, con toda clase de apoyos, la "institución" residencial para mayores acabará devorando cualquier clase de reforma que en ella se realice. Cuestión de tiempo y de que la entropía de la institución residencial neutralice todo ese "plus" de energía que supuestamente deberíamos ahora inyectarle. Soy muy pesimista en este asunto. Tal vez una solución más sencilla (y humana) fuera la vuelta (en todos los casos posibles -la gran mayoría-), con las ayudas públicas precisas, al hogar que los vio nacer. A lo mejor, no sería mala idea un debate amplio en la Asociación... , al igual que en la sociedad en general, sobre "¿Qué hacemos con los viejos?"

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    1. Amalia Tesoro Amate10 de mayo de 2020, 9:25

      Como tú, Fabio, Yo también pensé en Goffman, cuando escribía sobre las Residencias de Mayores, Ancianos o Viejos, cómo prefiramos. De todas formas ni el lenguaje es inocente, ni está descontextualizado. Particularmente me gusta el término "Anciano, Anciana" porque me retrotrae en mi imaginario particular a la sabiduría basada en la acumulación de conocimientos y de experiencias. Si opté por la palabra "mayores", quizás inevitablemente influida por el lenguaje neoliberal del "como si", fue porque me pareció que al ser el más políticamente correcto, era el que menos me apartaba de la idea básica que pretendía plasmar, que no era otra que la denuncia radical de las condiciones en que se encuentran las personas ingresadas en Residencias de Ancianos y Ancianas. Pero tienes razón, ese es otro debate imprescindible, porque como bien sabemos, el lenguaje estructura el pensamiento y en esta época competitiva, en la que las personas no tienen valor, sino precio, la reivindicación de la sabiduría íntimamente imbricada con la experiencia acumulada, se convierte en un valor, no sé si revolucionario, pero sí imprescindible para avanzar en la construcción de una sociedad libre de los otros virus que nos carcomen social y relacionalmente.
      Más discutible me parece tu solución de la vuelta al hogar que vio nacer a las personas que hoy día sufren y padecen las Residencias. En primer lugar porque lo más probable es que ese hogar ya no exista y no me refiero solo a la estructura física. ¿Cuál es el hogar de las personas? ¿El de la infancia junto con su familia de origen? ¿El que disfrutó en los tiempos de la primera juventud con amigos y compañeros? ¿El de la edad adulta, en el que construyó su familia nuclear? ¿El qué ha habitado sólo/a? Probablemente el hogar de cada una sea aquel en el que ha sido más feliz o menos desgraciada/o. Pero sobre todo ¿es eso posible?
      Cuando la necesidad de ayuda y cuidados de los demás hace su aparición, convirtiéndose en condición necesaria para poder llevar una vida autónoma, el panorama cambia drásticamente. El abuso y los malos tratos a los ancianos en el seno de los hogares, por su propia familia o por los/as cuidadores/as sin supervisión, también está documentado y cualquier Geriatra, Médico de Atención Primaria, Trabajadores Sociales o incluso profesionales de Salud Mental, podríamos escribir un triste y cruel tratado.
      La solución es compleja y probablemente plural, con diversas opciones dependiendo del estado físico y psíquico de la persona, pero desde luego, siempre con supervisión estrecha y control por parte de las instituciones públicas, las familias y del propio anciano/a.
      Modelos residenciales existen, desde luego aparentemente más cálidos y humanos que el de España. Me parece interesante el modelo sueco de módulos de entre 8 y 20 residentes, que viven en una habitación individual de unos 20 a 30 m2 y comparten espacios comunes, suficientemente amplios, con un equipo profesional de Enfermeras, auxiliares de enfermería y monitores con conocimientos básicos sanitarios. Es una idea atrayente, pero que habría que pensar más. Como bien dices, se impone un debate en la Asociación, pero sobre todo social sobre cómo se gestiona la ancianidad, como se aprovecha su talento, como le agradecemos todo lo que nos han dado y cómo de una vez por todas, dejamos de maltratarlos y de estigmatizarlos socialmente.
      Te reto a que sigas pensando sobre esto y nos ilumines con otro artículo en éste blog.
      Gracias por hacernos profundizar en este problema tan crucial de la sociedad, porque da idea de su talla moral, y por lo que a nosotros atañe, porque otra parte cada vez se acerca más el momento en el que como lo resolvamos nos golpee o nos cuide de lleno.

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  4. parte II
    Un punto más que interesante de tu escrito es la reivindicación de los cuidados, de la enorme, vital importancia que, como individuos y especie, tienen para nosotros los cuidados. Tampoco voy a insistir en ello. Solo señalar que la sororidad -horrible fonema, aunque el concepto sea hermoso- a la que los ligas (Por cierto, estarás conmigo, entendiendo la importancia de reivindicar hoy en día la sororidad, que reivindicar para estos casos un concepto como la fraternidad tampoco es moco de pavo-, que la sororidad y la fraternidad, la capacidad de conmiseración y de cierto sacrificio por el otro, en tanto que cuestionan el narcisismo postmoderno del "yo, mi, mío", incluido el narcisismo de los familiares, tampoco vendrían mal en lo que respecta a la vuelta de los "viejos" a sus hogares, de donde no deberían haber salido nunca.
    Y ahora, ya sí para finalizar. Tal como señalas, el cuestionar el imperio del valor de cambio de las cosas, tan caro al neoliberalismo, valdría la pena contrarrestarlo con la pujanza de una cierta reivindicación del valor de uso de las mismas. Aunque también en esto tengo mis dudas. En fin, gracias por hacernos (hacerme) pensar.
    José Fabio Rivas Guerrero
    Psiquiatra jubilado y escritor

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    1. Amalia Tesoro Amate10 de mayo de 2020, 9:45

      Poco que decir a esto, Fabio. La sororidad para mí es un vocablo precioso, que aprendí de D. Miguel de Unamuno, más que Maestro, que fue el primero que defendió la necesidad de emplear un término equivalente a la palabra "fraternal", )derivado como sabes del latín "frater") pero relacionado a las hermanas.. Cito sus palabras:
      "(...¿Fraternal? No: habría que inventar otra palabra que no hay en castellano. Fraternal y fraternidad vienen de frater, hermano, y Antígona era soror, hermana. Y convendría acaso hablar de sororidad y de sororal, de hermandad femenina" (Sororidad: angeles y abejas. Caras y Caretas nº 1171, pag 55, 12 de marzo de 1921). Me he permitido la licencia de usar la sororidad refiriéndome con un término femenino a la generalidad de los humanos, como siempre se han hecho con los términos masculinos. No esperaba menos de tu perspicacia que lo captaras.
      Yo también estoy llena de dudas. pero estos debates colaborativos me los aclaran, me reconfortan y me acercan a las personas que quiero, como a ti.
      Gracias Fabio.

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