La salud mental en los tiempos del COVID: Paisaje después de la batalla

José Fabio Rivas Guerrero
Psiquiatra jubilado y escritor

Introducción

“¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente”[1]. Esta cita de San Agustín en relación con el tiempo nos recuerda que algo similar sucede con el concepto de salud mental. Sabemos lo que es (o por lo menos creemos tener una idea, aunque sea vaga de la misma), pero si se nos pide concretar un poco esa idea que decimos tener, seguramente nos atasquemos con facilidad. Lo cierto es que resulta difícil definir qué es eso de la salud mental (de hecho, no existe ninguna definición de esta por parte de la OMS, que es la institución a la que en principio uno supondría con mayor autoridad, conocimiento y legitimidad para hacerlo). Lo cual no es óbice para que “sepamos” que sabemos algunas cosas sobre lo que es (y no es) la salud mental, y para que, al margen de la falta de una conceptualización “canóniga”, existan definiciones más o menos operativas, en la que confluyen distintas tradiciones culturales, realidades políticas, disputas teóricas y profesionales, escalas de valores, vivencias y anhelos personales… Así que, por decirlo de algún modo, estamos refiriéndonos a un concepto necesariamente subjetivo y culturalmente determinado. O sea que -en cierto sentido-, la concepción de lo que se entiende por salud mental resulta distinta en China que en España (por poner un ejemplo).  O lo que es lo mismo, que el concepto de salud mental es también un concepto social y político, y que cuando hablamos de salud mental  también hablamos o deberíamos hablar de políticas de salud mental, sin obviar por ello –sería un error- los aspectos vivenciales y psicológicos que la misma comporta, es decir el bienestar subjetivo en nuestras relaciones (afectivas, intelectuales, laborales, sociales…) con nosotros mismos y con el mundo y su gente, incluida la capacidad y la autonomía de valorar, afrontar y cambiar dentro de lo posible esas relaciones y la realidad sobre la que se asientan, cuando se estime conveniente.

La pandemia por el COVID-19 y su repercusión en salud mental. Algunas consideraciones

Cada día que pasa, unos más que otros, vamos sufriendo los embistes de esta pandemia, conociendo la dimensión, la topología y los accidentes que jalonan el campo de batalla de esta guerra: el número de muertos, de infectados; los costes económicos, la caída de la producción, el ascenso desorbitado del paro, la pérdida de relaciones sociales y todo lo que ello conlleva, el menoscabo de los derechos civiles… y aunque es pronto –demasiado pronto- para valorar con cierta objetividad y con datos concretos y bien fundamentados no solo los costes de esta pandemia, sino la propia naturaleza del virus, su poder patógeno, su capacidad de generar nuevas epidemias…, no resulta aventurado señalar que en término de costes (personales, económicos, sociales) estos van a ser tremendos. En efecto, la pandemia global generada por la extensión mundial del covid-19, que comenzó como una crisis sanitaria de enormes proporciones, pronto empezó a rebelar otros aspectos aterradores: la crisis no es solo un problema de salud pública a nivel mundial, sino que esto acarreará –ya está acarreando- problemas de extraordinarias consecuencias a nivel económico, social, laboral, de estilo de vida, de menoscabo de los derechos civiles… No se puede esperar otra cosa, tras el confinamiento de más de 3.000 millones de persona y del cese de la actividad económica y comercial a nivel mundial.
De todos modos, y en un contexto donde tienen cabida los peores augurios, resulta difícil pensar cómo será (o debería ser) la salud mental en la “nueva normalidad”. Y es difícil porque dependerá de cómo sea esa “nueva normalidad”; es decir –y entre otros factores- dependerá del modelo de producción y extracción de bienes y servicios y de las relaciones de producción que se pongan en marcha en la nueva situación. Y bueno, en esto de los modelos, hay de todo, como en botica. Por polarizar de forma reduccionista, y siguiendo a Umberto Eco, en “Apocalípticos e integrados”[2], diremos que existe visiones apocalípticas y visiones integradas de cómo será (o debería ser) esa “nueva normalidad”. Desde los que piensan que gran parte de nuestros males (incluida la gran pandemia) provienen del modelo económico neoliberal vigente y que, en consecuencia, desean, promueven o simplemente sueñan con un nuevo orden mundial, hasta los que creen que esta pandemia es fruto solo del azar y, en consecuencia, el orden vigente solo debe sufrir las mínimas reformas necesarias para responder de la forma más eficiente posible al azar de otras posibles contingencias.

De cualquier forma, y he aquí la primera paradoja, en lo que respecta a la salud mental, a pesar del gran sufrimiento humano que conlleva y de la extraordinaria dimensión de sus costes económicos y sociales (sobre todo en los países -la mayoría- que no disponen de un amplio sistema de protección social, similar al europeo), tal como señala la propia OMS, las situaciones de crisis son también una magnífica oportunidad para implementar los recursos dedicados a la salud mental: “Las emergencias ofrecen oportunidades únicas de mejorar la atención de todas las personas que tienen necesidades en lo tocante a la salud mental. Durante una emergencia e inmediatamente después, los medios de comunicación por lo general centran su atención, con toda razón, en la penosa situación de los supervivientes, en particular sus reacciones psicológicas ante los factores de tensión con que se enfrentan. En algunos países, autoridades oficiales de alto rango expresan, por primera vez, una seria preocupación por la salud mental de la población. A ello se suma con frecuencia la buena disposición y la capacidad financiera de organismos nacionales e internacionales para brindar apoyo de salud mental y asistencia psicosocial a las personas afectadas. En otras palabras, en las situaciones de emergencia se dedican atención y recursos al bienestar psicológico de los afectados, al tiempo que los decisores están dispuestos a considerar opciones distintas de las habituales. Conjuntamente, estos factores crean la posibilidad de introducir e implementar servicios de salud mental más sostenibles. Pero es preciso generar el impulso cuanto antes a fin de que las inversiones continúen después de una crisis aguda”[3]. A mi entender, la clave está en ese “cuanto antes”: cuanto antes seamos capaces de generar estrategias tendentes a que el interés inmediato por los problemas de salud mental se transforme en un impulso para mejorar la red de recursos sanitarios y, sobre todo, sociosanitarios dedicados a la misma, de lo que se beneficiaría no solo la salud mental de la población en general y las personas que sufren problemas de salud mental importantes en particular, sino también el funcionamiento y la resiliencia de la sociedad que se recupera de esta situación de emergencia.
Esas estrategias a las que acabamos de hacer referencia, entre nosotros, deberían fundamentarse, como poco, en la clase de respuesta que previamente demos a estas cuatro cuestiones:

1.    ¿Cómo ha repercutido esta pandemia en nuestra salud mental?

Ante una pandemia de la dimensión de la que estamos padeciendo, es difícil imaginarse que todo pueda (y deba) seguir siendo como antes, lo cual no implica necesariamente que todo vaya a cambiar totalmente[4]. Sin duda, los costes en sufrimiento psíquico han sido enormes, sobre todo en los que han perdido a un ser querido, pero también en los que perdieron el trabajo y se quedaron desasistidos de cualquier clase de protección social, más aún cuando las perspectivas de recuperación no son nada halagüeñas. Serán (son ya) tiempos difíciles. Pero también es cierto que, afortunadamente, muchos ciudadanos, sin afirmar que hayan salido indemnes de esta crisis –en esta pandemia todos hemos tenido miedo y hemos padecido sufrimientos y renuncias-, ni han perdido a seres queridos, ni tienen (por lo menos hasta ahora) grandes problemas de empleo o con su nivel de renta. Y en estos casos (esta es la segunda paradoja de una crisis como esta), han salido fortalecidos (en experiencia, en empoderamiento, en capacidad de resiliencia, en conmiseración, en necesidad y capacidad de establecer vínculos y lazos estrechos con los otros…). Pues bien, este otro aspecto contradictorio de la crisis precipitada por el coronavirus, junto al señalado anteriormente, hay que aprovecharlo y tenerlo en cuenta a la hora de pensar en qué clase de salud mental queremos. La energía de esta fortaleza a la que acabamos de referirnos –como la anterior- debería ser también inyectada a la consecución de más recursos para la salud mental, antes de que la entropía debilite mucho más los recursos que actualmente disponemos (recursos ya suficientemente esquilados desde los recortes de la anterior crisis financiera).

2.    ¿Cómo han respondido los recursos de salud mental –sanitarios y sociosanitarios- a la pandemia? ¿En qué medida han sido útiles?

Es obvio que ante una situación como la que estamos viviendo no todos nuestros recursos de salud mental han respondido de igual modo. Y esto por distintas razones, no todas criticables. También en lo que respecta al sistema general de salud, no todas las especialidades médicas se han visto en el mismo brete, ni la concurrencia de todas ha sido igualmente prioritaria y “necesaria”. En esta perspectiva, sin obviar la necesidad de seguir mejorando cuantitativa y, sobre todo, cualitativamente los recursos sanitarios que dedicamos a la salud mental, tal vez ahora como nunca se debería hacer hincapié en la implementación y diversificación (y “normalización” no estigmatizadora”) de los recursos sociosanitarios, aumentando la financiación de estos.

3.    ¿Qué modificaciones estructurales y funcionales, qué protocolos y planes de actuación, habría que implementar en caso –nada improbable- de nueva pandemia y/o situaciones de emergencias parecidas?

Además de la probada eficiencia de los dispositivos de salud comunitarios y de la red de atención primaria, una de las cosas que ha puesto en evidencia esta crisis es que la estructura y funcionalidad de nuestra red hospitalaria debería ser replanteada, y no me refiero tan solo al número de mascarillas, de respiradores, de camas de UCI de las que tendría que disponer, ni siquiera a las tan necesarias mejoras que precisa un SNS que ha sido inmisericordemente esquilado en los últimos años, sino a la necesidad de reformas estructurales y funcionales de la asistencia hospitalaria. Los hospitales deben ser rediseñados para funcionar en el nuevo escenario que se avecina, debiendo primar en ellos los servicios quirúrgicos, los servicios que requieren gran tecnología y los servicios de cuidados intensivos (incluido por supuesto, y tal vez de forma prioritaria, los cuidados intensivos que se requieren en las grandes olas epidémicas, ya sea de gripe o del coronavirus-19). Los hospitales no pueden ser un mercado-muestrario de todos los saberes médicos. Todos esos otros servicios sanitarios esenciales –incluido, por supuesto, los de salud mental- deben prestarse a nivel comunitario: ese debería ser el nuevo reto. Al margen de las especialidades quirúrgicas y de todas las que requieren un alto y costoso nivel de sofisticación técnica y de aparataje, qué sentido tiene que el resto de las prácticas médicas no se ubiquen en los propios centros de salud, al lado de la atención primaria. De igual modo, ¿qué sentido tiene, en general, mantener recursos específicos de salud mental a nivel hospitalario? Es más, hay dispositivos que, en la “nueva normalidad”, incluso si repuntara otra nueva pandemia, podrían servir mejor, sin tanto riesgo de estigmatización, a los objetivos para los que fueron creados, fuera de los espacios sanitarios propiamente dichos, en espacios lo más normalizados posibles. De igual modo, desde salud mental habría que pensar ya en el diseño de protocolos y planes de actuación realistas, “ad hoc”, para el caso de nuevas pandemias. Tengo la impresión de que, en algunas situaciones y cuando tal vez eran más necesarios, muchos de nuestros dispositivos y muchos de nuestros profesionales se han quedado flotando en una especie de purgatorio asistencial, sin poder dar de sí todo lo que querían, todo lo que sabían y la sociedad y los pacientes de salud mental y sus familias necesitaban.

4.    En la postpandemia, durante la “nueva normalidad”, ¿qué políticas de salud mental deberían implementarse?

Además de lo señalado anteriormente, hay que recalcar que las políticas de salud mental que deberían implementarse van a depender, en gran medida, de la política en sentido amplio que durante la pandemia y la “nueva normalidad” haya logrado un amplio consenso de legitimación. Y aunque es posible que a corto plazo parezca que nada cambia (políticamente hablando), pienso que poco a poco irán surgiendo cambios políticos de gran calado.

No sabemos muy bien qué es (o qué será) eso a lo que –desde un punto de vista político- se le ha llamado “nueva normalidad”. Es cierto que nos encontramos con algo “nuevo” (nuevo, desconcertante y peligroso). Algo que no cuestiona tanto el presente (que también) como el futuro. ¿Y qué era el futuro? Para la ideología silenciosa del neoliberalismo (esa que asumimos como si fuera inherente a la verdadera naturaleza de las cosas, con la misma ceguera con la que nos negamos a ver todo lo que es demasiado evidente. Piénsese, por ejemplo, en la ceguera del punto central de nuestra retina), el futuro era ese radiante porvenir de progreso ilimitado que nos aguardaba. Es obvio que ese “futuro” se ha agotado. No por el coronavirus. El coronavirus, por lo menos respecto a esto, solo ha sido la voz del niño que grita para que todos lo oigan que el rey está desnudo. Pero el rey ya iba desnudo desde hacía tiempo, aunque muchos no quisieran o no pudieran reconocerlo. Desde hace años, los movimientos ecologistas vienen insistiendo en que el modelo de progreso del que nos dotamos desde la revolución industrial (modelo que, en los últimos cincuenta años, con el neoliberalismo, se ha desbocado y ha comenzado a mostrar, no ya sus miserias, sino la podredumbre de su descomposición), se fundamenta en la idea errónea de que los recursos de la tierra, de la naturaleza, son inagotables.  Se acabó ese espejismo. La energía que necesitamos para seguir subsistiendo como especie tendremos que obtenerla sin romper el equilibrio de los recursos naturales. No queda otra. Aunar por tanto la visión ecologista al modelo de política que queremos (incluida la política de salud mental) será fundamental. También deberíamos aprovechar esa sinergia.
En principio, la hegemonía y legitimación política actualmente se está dirimiendo entre tres grandes modelos políticos-sociales:
·        
        El  neoliberal (responsable en gran medida de los últimos colapsos financieros, del auge de los paraísos fiscales, de la destrucción vía privatización de los servicios públicos: sanidad, educación, etc., del colapso de los ecosistemas… “Afortunadamente” sus políticas populistas y ultraconservadoras han mostrado su peor faz durante esta pandemia. Las payasadas irresponsables de sus líderes sin duda –en este sentido- no dejan de ser una bendición: Trump, Bolsonaro…)

·         El inquietante capitalismo comunista de China y sus aliados (¿Cuánto tiempo puede durar aún el “imposible” equilibrio de gestionar totalitariamente un modelo de producción capitalista, con las exigencias de libertades cívicas que éste comporta? ¿Pueden seguir manteniendo su enorme industria agropecuaria en condiciones de hacinamiento, con la alta densidad de población que tienen, lo que facilita la transmisión a los humanos de agentes patógenos y la rápida expansión epidémica, siendo este el campo abonado para que muten patógenos y se desarrollen fenotipos incluso más dañinos que el propio covi-19? ¿Soportaría Occidente su modelo de estado digital-policial puesto a prueba durante esta epidemia, con el importante menoscabo de la intimidad, privacidad y de pérdida de libertades civiles? Un gobierno capitalista-comunista, policial-digital, que, con cierta periodicidad, paga el precio de miles de personas muertas para seguir progresando: ¿Será esa la “nueva normalidad”?

·         Y, por último, las denominadas democracias liberales, allí donde ondeó la bandera del capitalismo con rostro humano, el modelo desconcertado y errático de las socialdemocracias (sobre todo en Europa), sin líderes y sin agentes sociales y, lo que es peor, sin una teoría que dé consistencia y que permita seguir avanzando, salvo una nueva reedición de las antiguas políticas keynesianas, de un New Deal que ya no puede sostenerse –como sucedió en los años 50-, salvo que se tiña de verde y abandone la creencia en un progreso ilimitado, como si los recursos de la naturaleza fueran inagotables. En este sentido, resulta alentador el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo[5] y los Objetivos de Desarrollo Sostenible que configuran la Agenda 2030 de Naciones Unidas (existe y está publicada una estrategia española de desarrollo sostenible, acorde con los objetivos de Naciones Unidas)[6]. Tal vez, esta clase de programas y objetivos de desarrollo (este New Deal verde), en el marco de instituciones políticas democráticas y liberales, socialdemócratas, sigan siendo el mejor camino para resolver los desafíos de nuestro tiempo, incluidos los desafíos que la salud mental comporta.

Por lo demás, no sabemos aún cuánto va a durar esta incertidumbre –laboral, social, personal, de salud…) que ahora nos gobierna. Sí sabemos que no se puede vivir en crisis permanente y que, en consecuencia, de forma fallida y en falso o de forma sostenible y sana (la que nos fortalece), los humanos cerramos las crisis –o la vivencia de las crisis- en un periodo limitado de 4-6 semanas[7]. De cualquier modo, la vivencia y valoración que pudiéramos tener de la sociedad, de la economía, de nuestra identidad individual o como especie ha quedado trastocada. Hay quien dice que para mejor. Tengo serias dudas. Las tres grandes ofensas al narcisismo de las que hablaba Freud[8], se han hecho más intensas: el centro de nuestras cuitas no está en la Tierra, ni en la especie humana, ni en nuestra conciencia, sino en códigos que nos resultan ajenos, en programas víricos que son capaces de tomar las riendas de lo que existe a su favor. En fin, como seres humanos, hoy en día, ni siquiera podemos hallar consuelo y seguridad en la capacidad que se nos reservaba a todos de buscar alivio en la cualidad que compartimos con todos los otros seres vivientes (a la que se refería E. Morin[9]) de computar permanentemente lo real del mundo de manera “egoísta”, autocéntrica, autorreferencial y autopreferente; o sea, que ni siquiera podemos encontrar alivio en el refugio de nuestro propio narcisismo, pues un ente vírico, algo casi “muerto” (o por lo menos sin vida propia), un código extraño, puede cambiar de súbito el rumbo de todo eso y tomar a su favor las riendas de la vida. Sin duda, también esta consideración debería tenerse en cuenta a la hora de pensar la clase de salud mental que queremos implementar.

Sin duda, existen muchas categorías culturales que nos podrían ayudar a la hora de pensar e implementar nuevas políticas de salud mental, más aún cuando, para bien o para mal, tampoco estas categorías han salido indemnes de la pandemia. Me voy a ceñir a algunas de esas categorías. Por ejemplo:

·           El “espacio”: la distancia, lo que separa, la frontera… que hay que poner entre nosotros y los otros. Esa tensión entre “filia” y “fobia” de lo Otro, de lo que necesitamos de los otros a nivel afectivo, económico, social…, y de lo que nos separa de los otros (lo que de los otros puede destruirnos), pone de relieve la necesidad de articular lo que podríamos denominar una clínica de lo fronterizo, una auténtica clínica de salud mental de lo borderline).

·         El “tiempo”: tal vez el “aquí y ahora”, el ya, el culto al presente de la modernidad y la posmodernidad sea cuestionado, no para volver –pienso- al consolador refugio medieval del pasado, sino para instaurar como centro de reflexión en salud mental el futuro, su incertidumbre y su inconsistente promesa de que tal vez se pueda disfrutar de la vida en el porvenir de un mejor mañana. O sea, habría que pensar también en una clínica de la renuncia y de la fe (casi religiosa) en el porvenir.

·         El “cuerpo”: (no la mente, como hasta ahora) en tanto que soporte de la vida y posibilidad de goce, pero también como espacio en el que se oculta –incluso para el que lo habita- el peligro, los bichos, la fuente de destrucción, nos hace pensar además en el surgimiento de una clínica del cuerpo amenazante.

·         Los “otros”, tan necesarios para vivir y sobrevivir en la vida cotidiana, y que una crisis como ésta, al igual que hicieron antes otras crisis, ha puesto en especial valor, en tanto que los otros son el soporte de los tratamientos y cuidados que se precisan, y sin embargo, a la par, son fuente privilegiada de males posibles, parece abonar también la idea de que deberíamos ser capaces de articular una clínica de la desconfianza –igual que antaño ya se hizo una clínica fundamentada en la tristeza o la ansiedad-; de la desconfianza en el otro, no tanto como subjetividad, que también, sino como posible corporalidad sucia e infectada.

Sin duda, se podría seguir reflexionando desde otras muchas categorías sobre la salud mental que queremos implementar, pero quisiera finalizar con algunas consideraciones sobre una cuestión que estimo especialmente relevante. Me refiero al reverdecimiento del antiguo higienismo decimonónico, el que asentó los presupuestos de lo que hoy entendemos por salud pública, el que logró importantes transformaciones urbanísticas en las poblaciones, a veces enfrentándose a los intereses políticos, eclesiásticos, ganaderos o de la incipiente industria. Desde la red de saneamiento o la acometida de agua en los hogares, hasta la ubicación de los cementerios o los mataderos, pasando por la orientación y el tamaño de los ventanales en las escuelas y edificios públicos, lograron mejorar la salud de los ciudadanos y atajar dentro de ciertos límites las embestidas de epidemias tan serias como el cólera, la fiebre amarilla, la peste o la tuberculosis. 

Es obvio que el nuevo higienismo por venir (que ya está ubicándose entre nosotros) no será como el del pasado, entre otras cosas porque éste se asentaba en la consecución de ciudadanos sanos y bien nutridos, capacitados para extraer la energía ilimitada de la tierra, lo que garantizaría el progreso de todos. Y no será como el del pasado porque la promesa de un progreso ilimitado para todos por igual hoy día resulta poco creíble y, sobre todo, porque –como hemos señalado en páginas anteriores- la propia idea de progreso fundamentada en la existencia inagotable de recursos naturales está suficientemente refutada. Un higienismo médico adecuado a las exigencias ecológicas, un higienismo médico compatible y sinérgico, por ejemplo, con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 de Naciones Unidas, he ahí una de las realidades posibles para los próximos años. 

Ubicar, por tanto, las políticas de salud mental dentro de este marco higienista y ecológico, será posiblemente algo que se nos demande. En este contexto, no me parece una cuestión baladí recordar los errores del pasado, de cómo bajo el amparo del higienismo médico, la psiquiatría decimonónica y del principio del siglo XX, ante el fracaso del denominado tratamiento moral y, sobre todo, ante la penuria y falta de fundamentación del saber psiquiátrico (Por entonces, el paradigma anatomoclínico ya había mostrado sus grandes carencias, en lo que respecta al origen etiológico de la enfermedad mental), como modo de legitimarse y ganar respetabilidad social y profesional (ante los poderes públicos y médicos de la época), los viejos alienistas –digo-, más arrogantes que sabios, se arroparon entonces con la bandera del degeneracionismo mental. De aquellos lodos, mejor no hablar. Por lo menos ahora. Sí dejar aquí constancia de los riesgos de un nuevo higienismo en salud mental, sobre todo porque los saberes que fundamentan a nuestras disciplinas en muchos aspectos no solo no han mejorado, sino que incluso en lo que respecta al estudio y consideración de la subjetividad del hombre, se ha empobrecido. En consecuencia, en este más que probable resurgir del higienismo médico, con el fantasma de la sombra bien alargada de un nuevo higienismo en salud mental en cierne, la medicalización, psiquiatrización y psicologización del malestar cotidiano –que ya había comenzado hace años-, ahora, en este paisaje después de la batalla, en este tiempo postpandémico (o de pandemia atenuada), en esta “nueva normalidad” en la que debemos gestionar entre todos una crisis económica de dimensiones considerables, con sus enormes secuelas de paro, desprotección social y sufrimiento, es algo más que una amenaza. Si se nos deja… acabaremos psiquiatrizando y psicologizándolo todo. Si no, al tiempo.

Málaga, 3 de mayo de 2020  


[1] San Agustín de Hipona: “¿Qué es el tiempo?” (Confesiones, XI, XIV, 17)
[2] Umberto Eco. Apocalípticos e integrados. Barcelona: Lumen. 1965
[3] OMS, “Volver a construir mejor. Atención de salud mental sostenible después de una emergencia. Información general”, p. 10, 2013
[4] Desde “El Gatopardo”, de Lampedusa (G. T. di Lampedusa, El Gatopardo, Anagrama, Barcelona, 2019), sabemos que la mejor manera para que nada cambie es plantear que todo cambie.
[5] Ver informe anual 2018
[6] “Plan de Acción para la Implementación de la Agenda 2030. Hacia una Estrategia Española de
Desarrollo Sostenible”. Ministerio de Asuntos Exteriores, 2018. Vale la pena releer en este momento en el que se propugna una “nueva normalidad” los 17 objetivos de desarrollo sostenible que plantea la ONU y que, para el caso español, se contemplan en este documento al que hacemos referencia. Es una buena guía para pensar el mundo que queremos y, en consecuencia, la configuración e implementación de las acciones políticas, incluidas por supuesto las de salud mental, para lograrlo.  
[7] Slaikeu, K. Intervención en crisis, edit El Manual Moderno, México D F, 2018
[8] Freud, S. Una dificultad del psicoanálisis. O. C. Madrid, edit. Biblioteca Nueva, 1968, v II, p. 1.110-1.112
[9] Morín, E., El Método II. La vida de la vida. Madrid, Cátedra, 1985.

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