La salud mental en
los tiempos del COVID: Paisaje después de la batalla
José
Fabio Rivas Guerrero
Psiquiatra
jubilado y escritor
Introducción
“¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si
quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin
vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada
sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo
presente”[1]. Esta
cita de San Agustín en relación con el tiempo nos recuerda que algo similar sucede
con el concepto de salud mental. Sabemos lo que es (o por lo menos creemos tener
una idea, aunque sea vaga de la misma), pero si se nos pide concretar un poco esa
idea que decimos tener, seguramente nos atasquemos con facilidad. Lo cierto es
que resulta difícil definir qué es eso de la salud mental (de hecho, no existe
ninguna definición de esta por parte de la OMS, que es la institución a la que
en principio uno supondría con mayor autoridad, conocimiento y legitimidad para
hacerlo). Lo cual no es óbice para que “sepamos” que sabemos algunas cosas
sobre lo que es (y no es) la salud mental, y para que, al margen de la falta de
una conceptualización “canóniga”, existan definiciones más o menos operativas,
en la que confluyen distintas tradiciones culturales, realidades políticas,
disputas teóricas y profesionales, escalas de valores, vivencias y anhelos
personales… Así que, por decirlo de algún modo, estamos refiriéndonos a un
concepto necesariamente subjetivo y culturalmente determinado. O sea que -en
cierto sentido-, la concepción de lo que se entiende por salud mental resulta distinta
en China que en España (por poner un ejemplo). O lo que es lo mismo, que el concepto de salud
mental es también un concepto social y político, y que cuando hablamos de salud
mental también hablamos o deberíamos
hablar de políticas de salud mental, sin obviar por ello –sería un error- los
aspectos vivenciales y psicológicos que la misma comporta, es decir el
bienestar subjetivo en nuestras relaciones (afectivas, intelectuales, laborales,
sociales…) con nosotros mismos y con el mundo y su gente, incluida la capacidad
y la autonomía de valorar, afrontar y cambiar dentro de lo posible esas relaciones
y la realidad sobre la que se asientan, cuando se estime conveniente.
La pandemia por el COVID-19 y su repercusión en salud mental. Algunas consideraciones
Cada día que pasa, unos más que otros, vamos sufriendo los embistes de
esta pandemia, conociendo la dimensión, la topología y los accidentes que
jalonan el campo de batalla de esta guerra: el número de muertos, de
infectados; los costes económicos, la caída de la producción, el ascenso
desorbitado del paro, la pérdida de relaciones sociales y todo lo que ello
conlleva, el menoscabo de los derechos civiles… y aunque es pronto –demasiado
pronto- para valorar con cierta objetividad y con datos concretos y bien
fundamentados no solo los costes de esta pandemia, sino la propia naturaleza
del virus, su poder patógeno, su capacidad de generar nuevas epidemias…, no
resulta aventurado señalar que en término de costes (personales, económicos,
sociales) estos van a ser tremendos. En efecto, la pandemia global generada por
la extensión mundial del covid-19, que comenzó como una crisis sanitaria de
enormes proporciones, pronto empezó a rebelar otros aspectos aterradores: la
crisis no es solo un problema de salud pública a nivel mundial, sino que esto
acarreará –ya está acarreando- problemas de extraordinarias consecuencias a
nivel económico, social, laboral, de estilo de vida, de menoscabo de los
derechos civiles… No se puede esperar otra cosa, tras el confinamiento de más
de 3.000 millones de persona y del cese de la actividad económica y comercial a
nivel mundial.
De todos modos, y en un contexto donde tienen cabida los peores
augurios, resulta difícil pensar cómo será (o debería ser) la salud mental en
la “nueva normalidad”. Y es difícil porque dependerá de cómo sea esa “nueva
normalidad”; es decir –y entre otros factores- dependerá del modelo de
producción y extracción de bienes y servicios y de las relaciones de producción
que se pongan en marcha en la nueva situación. Y bueno, en esto de los modelos,
hay de todo, como en botica. Por polarizar de forma reduccionista, y siguiendo
a Umberto Eco, en “Apocalípticos e integrados”[2],
diremos que existe visiones apocalípticas y visiones integradas de cómo será (o
debería ser) esa “nueva normalidad”. Desde los que piensan que gran parte de
nuestros males (incluida la gran pandemia) provienen del modelo económico
neoliberal vigente y que, en consecuencia, desean, promueven o simplemente
sueñan con un nuevo orden mundial, hasta los que creen que esta pandemia es
fruto solo del azar y, en consecuencia, el orden vigente solo debe sufrir las
mínimas reformas necesarias para responder de la forma más eficiente posible al
azar de otras posibles contingencias.
De cualquier forma, y he aquí la primera paradoja, en lo que respecta
a la salud mental, a pesar del gran sufrimiento humano que conlleva y de la extraordinaria
dimensión de sus costes económicos y sociales (sobre todo en los países -la
mayoría- que no disponen de un amplio sistema de protección social, similar al
europeo), tal como señala la propia OMS, las
situaciones de crisis son también una magnífica oportunidad para implementar
los recursos dedicados a la salud mental: “Las emergencias ofrecen
oportunidades únicas de mejorar la atención de todas las personas que tienen necesidades
en lo tocante a la salud mental. Durante una emergencia e inmediatamente
después, los medios de comunicación por lo general centran su atención, con
toda razón, en la penosa situación de los supervivientes, en particular sus
reacciones psicológicas ante los factores de tensión con que se enfrentan. En
algunos países, autoridades oficiales de alto rango expresan, por primera vez,
una seria preocupación por la salud mental de la población. A ello se suma con
frecuencia la buena disposición y la capacidad financiera de organismos
nacionales e internacionales para brindar apoyo de salud mental y asistencia
psicosocial a las personas afectadas. En otras palabras, en las situaciones de
emergencia se dedican atención y recursos al bienestar psicológico de los
afectados, al tiempo que los decisores están dispuestos a considerar opciones distintas
de las habituales. Conjuntamente, estos factores crean la posibilidad de
introducir e implementar servicios de salud mental más sostenibles. Pero es
preciso generar el impulso cuanto
antes a fin de que las inversiones continúen después de una crisis aguda”[3]. A
mi entender, la clave está en ese “cuanto
antes”: cuanto antes seamos capaces de generar estrategias tendentes a que
el interés inmediato por los problemas de salud mental se transforme en un
impulso para mejorar la red de recursos sanitarios y, sobre todo,
sociosanitarios dedicados a la misma, de lo que se beneficiaría no solo la
salud mental de la población en general y las personas que sufren problemas de
salud mental importantes en particular, sino también el funcionamiento y la
resiliencia de la sociedad que se recupera de esta situación de emergencia.
Esas estrategias a las que acabamos de hacer referencia, entre
nosotros, deberían fundamentarse, como poco, en la clase de respuesta que previamente
demos a estas cuatro cuestiones:
1.
¿Cómo ha repercutido esta pandemia en nuestra salud mental?
Ante una pandemia de la dimensión de la que estamos padeciendo, es
difícil imaginarse que todo pueda (y deba) seguir siendo como antes, lo cual no
implica necesariamente que todo vaya a cambiar totalmente[4]. Sin
duda, los costes en sufrimiento psíquico
han sido enormes, sobre todo en los que han perdido a un ser querido, pero
también en los que perdieron el trabajo y se quedaron desasistidos de cualquier
clase de protección social, más aún cuando las perspectivas de recuperación no
son nada halagüeñas. Serán (son ya) tiempos difíciles. Pero también es cierto
que, afortunadamente, muchos ciudadanos, sin afirmar que hayan salido indemnes
de esta crisis –en esta pandemia todos hemos tenido miedo y hemos padecido
sufrimientos y renuncias-, ni han perdido a seres queridos, ni tienen (por lo
menos hasta ahora) grandes problemas de empleo o con su nivel de renta. Y en
estos casos (esta es la segunda paradoja de una crisis como esta), han salido fortalecidos (en
experiencia, en empoderamiento, en capacidad de resiliencia, en conmiseración,
en necesidad y capacidad de establecer vínculos y lazos estrechos con los
otros…). Pues bien, este otro aspecto contradictorio de la crisis precipitada
por el coronavirus, junto al señalado anteriormente, hay que aprovecharlo y
tenerlo en cuenta a la hora de pensar en qué clase de salud mental queremos. La
energía de esta fortaleza a la que acabamos de referirnos –como la anterior- debería
ser también inyectada a la consecución de más recursos para la salud mental,
antes de que la entropía debilite mucho más los recursos que actualmente
disponemos (recursos ya suficientemente esquilados desde los recortes de la
anterior crisis financiera).
2.
¿Cómo han respondido los recursos de salud mental –sanitarios y
sociosanitarios- a la pandemia? ¿En qué medida han sido útiles?
Es obvio que ante una situación como la que estamos viviendo no todos
nuestros recursos de salud mental han respondido de igual modo. Y esto por distintas
razones, no todas criticables. También en lo que respecta al sistema general de
salud, no todas las especialidades médicas se han visto en el mismo brete, ni
la concurrencia de todas ha sido igualmente prioritaria y “necesaria”. En esta
perspectiva, sin obviar la necesidad de seguir mejorando cuantitativa y, sobre
todo, cualitativamente los recursos sanitarios que dedicamos a la salud mental,
tal vez ahora como nunca se debería hacer hincapié en la implementación y
diversificación (y “normalización” no estigmatizadora”) de los recursos sociosanitarios, aumentando la
financiación de estos.
3.
¿Qué modificaciones estructurales y funcionales, qué protocolos y
planes de actuación, habría que implementar en caso –nada improbable- de nueva
pandemia y/o situaciones de emergencias parecidas?
Además de la probada eficiencia de los dispositivos de salud
comunitarios y de la red de atención primaria, una de las cosas que ha puesto
en evidencia esta crisis es que la estructura y funcionalidad de nuestra red hospitalaria
debería ser replanteada, y no me refiero tan solo al número de mascarillas, de
respiradores, de camas de UCI de las que tendría que disponer, ni siquiera a
las tan necesarias mejoras que precisa un SNS que ha sido inmisericordemente
esquilado en los últimos años, sino a la necesidad de reformas estructurales y
funcionales de la asistencia hospitalaria. Los hospitales deben ser rediseñados
para funcionar en el nuevo escenario que se avecina, debiendo primar en ellos los
servicios quirúrgicos, los servicios que requieren gran tecnología y los
servicios de cuidados intensivos (incluido por supuesto, y tal vez de forma
prioritaria, los cuidados intensivos que se requieren en las grandes olas
epidémicas, ya sea de gripe o del coronavirus-19). Los hospitales no pueden ser
un mercado-muestrario de todos los saberes médicos. Todos esos otros servicios
sanitarios esenciales –incluido, por supuesto, los de salud mental- deben
prestarse a nivel comunitario: ese debería ser el nuevo reto. Al margen de las
especialidades quirúrgicas y de todas las que requieren un alto y costoso nivel
de sofisticación técnica y de aparataje, qué sentido tiene que el resto de las
prácticas médicas no se ubiquen en los propios centros de salud, al lado de la
atención primaria. De igual modo, ¿qué sentido tiene, en general, mantener
recursos específicos de salud mental a nivel hospitalario? Es más, hay
dispositivos que, en la “nueva normalidad”, incluso si repuntara otra nueva
pandemia, podrían servir mejor, sin tanto riesgo de estigmatización, a los
objetivos para los que fueron creados, fuera de los espacios sanitarios
propiamente dichos, en espacios lo más normalizados posibles. De igual modo,
desde salud mental habría que pensar ya en el diseño de protocolos y planes de
actuación realistas, “ad hoc”, para el caso de nuevas pandemias. Tengo la
impresión de que, en algunas situaciones y cuando tal vez eran más necesarios,
muchos de nuestros dispositivos y muchos de nuestros profesionales se han
quedado flotando en una especie de purgatorio asistencial, sin poder dar de sí
todo lo que querían, todo lo que sabían y la sociedad y los pacientes de salud
mental y sus familias necesitaban.
4.
En la postpandemia, durante la “nueva normalidad”, ¿qué políticas de
salud mental deberían implementarse?
Además de lo señalado anteriormente, hay que recalcar que las
políticas de salud mental que deberían implementarse van a depender, en gran
medida, de la política en sentido amplio que durante la pandemia y la “nueva
normalidad” haya logrado un amplio consenso de legitimación. Y aunque es
posible que a corto plazo parezca que nada cambia (políticamente hablando), pienso
que poco a poco irán surgiendo cambios políticos de gran calado.
No sabemos muy bien qué es (o qué será) eso a lo que –desde un punto
de vista político- se le ha llamado “nueva normalidad”. Es cierto que nos
encontramos con algo “nuevo” (nuevo, desconcertante y peligroso). Algo que no
cuestiona tanto el presente (que también) como el futuro. ¿Y qué era el futuro?
Para la ideología silenciosa del neoliberalismo (esa que asumimos como si fuera
inherente a la verdadera naturaleza de las cosas, con la misma ceguera con la
que nos negamos a ver todo lo que es demasiado evidente. Piénsese, por ejemplo,
en la ceguera del punto central de nuestra retina), el futuro era ese radiante
porvenir de progreso ilimitado que nos aguardaba. Es obvio que ese “futuro” se
ha agotado. No por el coronavirus. El coronavirus, por lo menos respecto a
esto, solo ha sido la voz del niño que grita para que todos lo oigan que el rey
está desnudo. Pero el rey ya iba desnudo desde hacía tiempo, aunque muchos no
quisieran o no pudieran reconocerlo. Desde hace años, los movimientos
ecologistas vienen insistiendo en que el modelo de progreso del que nos dotamos
desde la revolución industrial (modelo que, en los últimos cincuenta años, con
el neoliberalismo, se ha desbocado y ha comenzado a mostrar, no ya sus miserias,
sino la podredumbre de su descomposición), se fundamenta en la idea errónea de
que los recursos de la tierra, de la naturaleza, son inagotables. Se acabó ese espejismo. La energía que
necesitamos para seguir subsistiendo como especie tendremos que obtenerla sin
romper el equilibrio de los recursos naturales. No queda otra. Aunar por tanto la visión ecologista al
modelo de política que queremos (incluida la política de salud mental) será
fundamental. También deberíamos aprovechar esa sinergia.
En principio, la hegemonía y legitimación política actualmente se está
dirimiendo entre tres grandes modelos políticos-sociales:
·
El neoliberal (responsable en gran
medida de los últimos colapsos financieros, del auge de los paraísos fiscales,
de la destrucción vía privatización de los servicios públicos: sanidad,
educación, etc., del colapso de los ecosistemas… “Afortunadamente” sus
políticas populistas y ultraconservadoras han mostrado su peor faz durante esta
pandemia. Las payasadas irresponsables de sus líderes sin duda –en este
sentido- no dejan de ser una bendición: Trump, Bolsonaro…)
·
El inquietante capitalismo comunista de China y sus
aliados (¿Cuánto tiempo puede durar aún el “imposible” equilibrio de gestionar
totalitariamente un modelo de producción capitalista, con las exigencias de
libertades cívicas que éste comporta? ¿Pueden seguir manteniendo su enorme
industria agropecuaria en condiciones de hacinamiento, con la alta densidad de
población que tienen, lo que facilita la transmisión a los humanos de agentes
patógenos y la rápida expansión epidémica, siendo este el campo abonado para
que muten patógenos y se desarrollen fenotipos incluso más dañinos que el
propio covi-19? ¿Soportaría Occidente su modelo de estado digital-policial
puesto a prueba durante esta epidemia, con el importante menoscabo de la
intimidad, privacidad y de pérdida de libertades civiles? Un gobierno
capitalista-comunista, policial-digital, que, con cierta periodicidad, paga el
precio de miles de personas muertas para seguir progresando: ¿Será esa la
“nueva normalidad”?
·
Y, por último, las
denominadas democracias liberales, allí donde ondeó la bandera del capitalismo
con rostro humano, el modelo desconcertado y errático de las socialdemocracias (sobre todo en Europa),
sin líderes y sin agentes sociales y, lo que es peor, sin una teoría que dé consistencia
y que permita seguir avanzando, salvo una nueva reedición de las antiguas
políticas keynesianas, de un New Deal que ya no puede sostenerse –como sucedió
en los años 50-, salvo que se tiña de verde y abandone la creencia en un
progreso ilimitado, como si los recursos de la naturaleza fueran inagotables.
En este sentido, resulta alentador el Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo[5] y los
Objetivos de Desarrollo Sostenible que configuran la Agenda 2030 de Naciones
Unidas (existe y está publicada una estrategia española de desarrollo
sostenible, acorde con los objetivos de Naciones Unidas)[6].
Tal vez, esta clase de programas y objetivos de desarrollo (este New
Deal verde), en el marco de instituciones políticas democráticas y
liberales, socialdemócratas, sigan siendo el mejor camino para resolver los
desafíos de nuestro tiempo, incluidos los desafíos que la salud mental
comporta.
Por lo demás, no sabemos aún cuánto va a durar esta incertidumbre
–laboral, social, personal, de salud…) que ahora nos gobierna. Sí sabemos que
no se puede vivir en crisis permanente y que, en consecuencia, de forma fallida
y en falso o de forma sostenible y sana (la que nos fortalece), los humanos
cerramos las crisis –o la vivencia de las crisis- en un periodo limitado de 4-6
semanas[7].
De cualquier modo, la vivencia y valoración que pudiéramos tener de la
sociedad, de la economía, de nuestra identidad individual o como especie ha
quedado trastocada. Hay quien dice que para mejor. Tengo serias dudas. Las tres
grandes ofensas al narcisismo de las que hablaba Freud[8],
se han hecho más intensas: el centro de nuestras cuitas no está en la Tierra,
ni en la especie humana, ni en nuestra conciencia, sino en códigos que nos
resultan ajenos, en programas víricos que son capaces de tomar las riendas de
lo que existe a su favor. En fin, como seres humanos, hoy en día, ni siquiera podemos
hallar consuelo y seguridad en la capacidad que se nos reservaba a todos de buscar
alivio en la cualidad que compartimos con todos los otros seres vivientes (a la
que se refería E. Morin[9])
de computar permanentemente lo real del mundo de manera “egoísta”, autocéntrica,
autorreferencial y autopreferente; o sea, que ni siquiera podemos encontrar
alivio en el refugio de nuestro propio narcisismo, pues un ente vírico, algo
casi “muerto” (o por lo menos sin vida propia), un código extraño, puede
cambiar de súbito el rumbo de todo eso y tomar a su favor las riendas de la
vida. Sin duda, también esta consideración debería tenerse en cuenta a la hora
de pensar la clase de salud mental que queremos implementar.
Sin duda, existen muchas categorías culturales que nos podrían ayudar
a la hora de pensar e implementar nuevas políticas de salud mental, más aún
cuando, para bien o para mal, tampoco estas categorías han salido indemnes de la
pandemia. Me voy a ceñir a algunas de esas categorías. Por ejemplo:
· El “espacio”: la distancia, lo que
separa, la frontera… que hay que poner entre nosotros y los otros. Esa tensión
entre “filia” y “fobia” de lo Otro, de lo que necesitamos de los otros a nivel
afectivo, económico, social…, y de lo que nos separa de los otros (lo que de los
otros puede destruirnos), pone de relieve la necesidad de articular lo que
podríamos denominar una clínica de lo
fronterizo, una auténtica clínica de salud mental de lo borderline).
·
El “tiempo”: tal vez el “aquí y
ahora”, el ya, el culto al presente de la modernidad y la posmodernidad sea
cuestionado, no para volver –pienso- al consolador refugio medieval del pasado,
sino para instaurar como centro de reflexión en salud mental el futuro, su
incertidumbre y su inconsistente promesa de que tal vez se pueda disfrutar de la
vida en el porvenir de un mejor mañana. O sea, habría que pensar también en una
clínica de la renuncia y de la fe (casi
religiosa) en el porvenir.
·
El “cuerpo”: (no la mente, como
hasta ahora) en tanto que soporte de la vida y posibilidad de goce, pero
también como espacio en el que se oculta –incluso para el que lo habita- el
peligro, los bichos, la fuente de destrucción, nos hace pensar además en el
surgimiento de una clínica del cuerpo
amenazante.
·
Los “otros”, tan necesarios para
vivir y sobrevivir en la vida cotidiana, y que una crisis como ésta, al igual
que hicieron antes otras crisis, ha puesto en especial valor, en tanto que los
otros son el soporte de los tratamientos y cuidados que se precisan, y sin
embargo, a la par, son fuente privilegiada de males posibles, parece abonar también
la idea de que deberíamos ser capaces de articular una clínica de la desconfianza –igual que antaño ya se hizo una clínica
fundamentada en la tristeza o la ansiedad-; de la desconfianza en el otro, no
tanto como subjetividad, que también, sino como posible corporalidad sucia e
infectada.
Sin duda, se podría seguir reflexionando desde otras muchas categorías
sobre la salud mental que queremos implementar, pero quisiera finalizar con
algunas consideraciones sobre una cuestión que estimo especialmente relevante.
Me refiero al reverdecimiento del antiguo higienismo decimonónico, el que
asentó los presupuestos de lo que hoy entendemos por salud pública, el que
logró importantes transformaciones urbanísticas en las poblaciones, a veces
enfrentándose a los intereses políticos, eclesiásticos, ganaderos o de la
incipiente industria. Desde la red de saneamiento o la acometida de agua en los
hogares, hasta la ubicación de los cementerios o los mataderos, pasando por la
orientación y el tamaño de los ventanales en las escuelas y edificios públicos,
lograron mejorar la salud de los ciudadanos y atajar dentro de ciertos límites las
embestidas de epidemias tan serias como el cólera, la fiebre amarilla, la peste
o la tuberculosis.
Es obvio que el nuevo
higienismo por venir (que ya está ubicándose entre nosotros) no será como
el del pasado, entre otras cosas porque éste se asentaba en la consecución de
ciudadanos sanos y bien nutridos, capacitados para extraer la energía ilimitada
de la tierra, lo que garantizaría el progreso de todos. Y no será como el del
pasado porque la promesa de un progreso ilimitado para todos por igual hoy día
resulta poco creíble y, sobre todo, porque –como hemos señalado en páginas
anteriores- la propia idea de progreso fundamentada en la existencia inagotable
de recursos naturales está suficientemente refutada. Un higienismo médico
adecuado a las exigencias ecológicas, un higienismo médico compatible y
sinérgico, por ejemplo, con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 de Naciones
Unidas, he ahí una de las realidades posibles para los próximos años.
Ubicar,
por tanto, las políticas de salud mental dentro de este marco higienista y
ecológico, será posiblemente algo que se nos demande. En este contexto, no me
parece una cuestión baladí recordar los errores del pasado, de cómo bajo el
amparo del higienismo médico, la psiquiatría decimonónica y del principio del
siglo XX, ante el fracaso del denominado tratamiento moral y, sobre todo, ante
la penuria y falta de fundamentación del saber psiquiátrico (Por entonces, el
paradigma anatomoclínico ya había mostrado sus grandes carencias, en lo que
respecta al origen etiológico de la enfermedad mental), como modo de
legitimarse y ganar respetabilidad social y profesional (ante los poderes
públicos y médicos de la época), los viejos alienistas –digo-, más arrogantes
que sabios, se arroparon entonces con la bandera del degeneracionismo mental.
De aquellos lodos, mejor no hablar. Por lo menos ahora. Sí dejar aquí
constancia de los riesgos de un nuevo higienismo
en salud mental, sobre todo porque los saberes que fundamentan a nuestras
disciplinas en muchos aspectos no solo no han mejorado, sino que incluso en lo
que respecta al estudio y consideración de la subjetividad del hombre, se ha
empobrecido. En consecuencia, en este más que probable resurgir del higienismo
médico, con el fantasma de la sombra bien alargada de un nuevo higienismo en
salud mental en cierne, la medicalización, psiquiatrización y psicologización
del malestar cotidiano –que ya había comenzado hace años-, ahora, en este
paisaje después de la batalla, en este tiempo postpandémico (o de pandemia atenuada),
en esta “nueva normalidad” en la que debemos gestionar entre todos una crisis
económica de dimensiones considerables, con sus enormes secuelas de paro,
desprotección social y sufrimiento, es algo más que una amenaza. Si se nos
deja… acabaremos psiquiatrizando y psicologizándolo todo. Si no, al tiempo.
Málaga, 3 de mayo de 2020
[1] San
Agustín de Hipona: “¿Qué es el tiempo?” (Confesiones, XI, XIV, 17)
[2] Umberto
Eco. Apocalípticos e integrados. Barcelona: Lumen. 1965
[3] OMS,
“Volver a construir mejor. Atención de salud mental sostenible después de una
emergencia. Información general”, p. 10, 2013
[4] Desde
“El Gatopardo”, de Lampedusa (G. T. di Lampedusa, El Gatopardo, Anagrama, Barcelona,
2019), sabemos que la mejor manera para que nada cambie es plantear que todo
cambie.
[5] Ver informe anual 2018
[6]
“Plan de Acción para la Implementación de la Agenda 2030. Hacia una Estrategia
Española de
Desarrollo Sostenible”.
Ministerio de Asuntos Exteriores, 2018. Vale la pena releer en este momento en el que se propugna una “nueva
normalidad” los 17 objetivos de desarrollo sostenible que plantea la ONU y que,
para el caso español, se contemplan en este documento al que hacemos
referencia. Es una buena guía para pensar el mundo que queremos y, en consecuencia,
la configuración e implementación de las acciones políticas, incluidas por
supuesto las de salud mental, para lograrlo.
[7]
Slaikeu, K. Intervención en crisis, edit El Manual Moderno, México D F, 2018
[8]
Freud, S. Una dificultad
del psicoanálisis. O. C. Madrid, edit. Biblioteca Nueva, 1968, v II, p. 1.110-1.112
[9] Morín,
E., El Método II. La vida de la vida. Madrid, Cátedra, 1985.
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