José Carmona Calvo, Psiquiatra.
UGC Salud Mental. Hospital SAS Jerez de la Frontera (Cádiz)




No son los más fuertes de la especie los que
sobreviven, ni los más inteligentes. Sobreviven los
más flexibles y adaptables a los cambios.
Charles Darwin
El origen de las especies, 1859


La pandemia que estamos enfrentando está produciendo en toda la humanidad, y en cada persona en particular, un terremoto en los pilares que la sustenta. De manera que, es posible poder afirmar que va a existir un antes y un después al transitar por estos momentos. Así se ve desde distintos ámbitos, del pensamiento, de las ciencias, de la política, etc. También desde la Psico(pato)logía.
Independientemente de lo anterior es indudable que cada persona y, lógicamente a tenor de las circunstancias concretas que concurran en ella, está viviendo un momento que podemos sin duda de calificar de crisis vital. Las características de intensidad y profundidad que tiene esta situación permiten concluir que nadie puede decir que no se siente afectado de alguna manera. Nos vemos examinados sobre nuestro estado de salud corporal, o tras la positividad de estar infectados, con o sin clínica, de mayor o menor gravedad, o por la posibilidad e incertidumbre de estarlo, o por el estado de salud de los seres querido o próximos; o como consecuencia de las vivencias derivadas de las medidas de confinamiento, o las derivadas por los cambios en el ámbito de la economía, la actividad laboral y profesional, las relaciones sociales, los hábitos culturales, etc. Es tal el impacto y su envergadura que nadie puede escapar a verse interrogado por algunas o muchas de estas variables puestas en juego en estos momentos. Supone todo esto por tanto una sacudida para el equilibrio mental hasta el momento anterior a la pandemia existente y exige, querámoslo o no, la necesidad de movilizar herramientas para la adaptación y la búsqueda y el logro de recuperar la sensación de estabilidad previa.
Podríamos echar mano de lo aprendido, reflexionado y evidenciado en situaciones anteriores de grandes acontecimientos catastróficos producidos por fenómenos naturales como hemos conocido o vivido (terremotos, erupciones, sunamis), o producidos por el propio ser humano (guerras, atentados o movimientos sociales). En general, los miedos que enfrentamos en estas circunstancias no sólo son la causa de los momentos de angustia, pánico, desesperanza, tristeza que sentimos, sino que no afrontarlos y, sobre todo, no comprender el sentido que tienen, nos entorpecen en los análisis y en la toma de decisiones. De lo que sabemos de estas situaciones en las que hemos podido aprender y reflexionar se desprende que en ellas existen distintos momentos por los que pasamos mentalmente de manera sistemática[1].
El momento del shock, al inicio, y su reacción emocional consiguiente: el miedo y el pánico. Ekman (1969) recoge reacciones emocionales entre distintas culturas concluyendo que existen seis emociones universales y básicas: ira, miedo, sorpresa, asco, alegría y tristeza. El miedo es una de ellas, y puede considerarse como una respuesta emocional ante amenazas y peligros. El ser humano heredaría la capacidad de tener miedo; sin embargo, es a lo largo del desarrollo cuando aprendemos qué es miedo, cuándo y cómo lo vivimos según nos lo traducen nuestros padres, nuestros cuidadores tempranos y algunas circunstancias posteriores[2]. Podríamos también afirmar que esta emoción básica es compartida con otros seres de la naturaleza de sus niveles superiores y podemos identificarla al menos en el comportamiento de algunos animales ante la comprobación de situaciones de peligros para la vida. Sea como fuere, está claro que la situación de pandemia que padecemos da lugar, en un primer momento y chocados por los acontecimientos, a la vivencia y expresión del miedo (pánico) frente a un factor, el agente patógeno, que está provocando la muerte de seres humanos. Es nuestra vida la que sentimos en peligro. Por otra parte, sabemos que esta sensación de miedo existe de manera natural para la “eliminación” de los demasiado intrépidos o los excesivamente timoratos, es decir, es una forma de defensa, una forma de alarma, una forma de ponernos en alerta. De manera que, podemos concluir que sentir miedo es una reacción normal, sana. Hasta aquí se puede entender que la actual situación, por lo que respecta a los fenómenos psico(pato)lógicos que se ponen en marcha, no se diferencia de otras que entrañan peligro, ya sean fenómenos naturales o provocados por acciones humanas.
Segundo momento. En él debemos ser capaces de parar, de darnos cuenta de que el miedo y el pánico nos impiden afrontar la realidad de manera adecuada y nos ponemos en disposición de buscar información y de pedir ayuda. Efectivamente, en el párrafo anterior comentábamos que el miedo es una forma de defensa porque precisamente su presencia y su vivencia nos pone en alerta frente a un peligro. Defensa, como vivencia normal, con un sentido principal: la “eliminación” de los temerarios y los asustadizos, es decir para evitar la imprudencia o la parálisis y posibilitar una respuesta adecuada frente a la situación origen del peligro. Este sería el momento de la reacción, el del movimiento. En general, diríamos que es el momento de huir o de afrontar. Pero psico(pato)lógicamente este momento es el resultado de una operación mental compleja. La vivencia, reacción, de miedo ha de ser ajustada. De manera que no nos impida pensar. Pensar en lo que sucede, en lo que supone para todos y cada uno en los diferentes aspectos de nuestra vida, tanto en el mundo interior como en el exterior, es decir, tanto en lo que afecta a nuestra identidad, a nuestras relaciones con los demás y con la realidad en general. Una condición para que tenga lugar este momento es la necesidad de salir del estado de shock que supone el primer momento. No será posible si, bien como individuo o como colectividad, estamos en estado de pánico. En esta situación, sólo habrá dos tipos de reacciones: la de huida sin una finalidad defensiva, la “estampida”, o la de afrontamiento temerario sin medir la exposición y los riesgos. Esta segunda fase es pues la ocasión de poner en juego aquellas conductas que en situaciones semejantes hemos aprendido y que nos han sido útiles ante situaciones peligrosas. También y unido a estos pasos en los procesos mentales es el momento, como comentábamos al principio de este párrafo, de buscar información y pedir ayuda, para complementar nuestros conocimientos y habilidades previas, lo que puede dar lugar a modificaciones de lo aprendido para adaptar nuestra respuesta a la situación presente y ser de esta manera más eficaces y eficientes.
Por último, un tercer momento para integrar, asimilar, procesar, la experiencia. La finalidad de este momento es la de extraer consecuencias que nos lleven a un crecimiento y maduración personal y que nos permita poder actuar de manera adecuada en la situación que estamos viviendo. Lograr este objetivo implica adquirir, mediante alguna forma de ejercicio de reflexión, conocimiento sobre aquellos aspectos de la personalidad que se han visto cuestionados, relativizados, modificados en su apreciación o priorización, o en nuestra escala de valores, ideales, en nuestras relaciones interpersonales o en nuestras relaciones con la realidad material en todas y cada una de sus dimensiones. En este sentido se puede afirmar que las personas no tienen una crisis, están en crisis. Es decir, estos momentos vividos coloca a las personas ante interrogantes vitales de tal categoría que es toda la personalidad, toda la identidad la que se pone en juego. Lógicamente, en la medida que la vida de cada uno se vea afectado por la situación de la pandemia esta convulsión-transformación será mayor o menor, y también dependiendo del nivel previo del que parta, y así tendrá un final u otro. Este tercer momento, siguiendo los conocimientos disponibles sobre el proceso psico(pato)lógico que acontece en situaciones de catástrofes, nos lleva a que es necesario recorrer esta parte del camino para lograr realmente un nuevo equilibrio que nos permita sentirnos en un nuevo momento de estabilidad.
Dos cuestiones generales de estos tres momentos descritos. La primera es que se trata de un proceso. Y un proceso en el que hay momentos de avances y de retrocesos. En parte determinados por las propias características de la situación (datos, evolución, información, etc.) y, en parte, por la propia vivencia subjetiva de los acontecimientos. Esto da lugar a momentos de progresos y de regresión en el camino. Hemos de atravesar todas las etapas, pero no es un movimiento lineal. La segunda cuestión es que el resultado no va a ser, no puede ser, la inmovilidad respecto de la situación de partida. Es decir, habrá un cambio en lo que pensamos, en lo que vivenciamos y en las formas de relacionarnos con los otros y la realidad. Hasta tal punto esto es así, y en general en todas las situaciones de crisis, que la no modificación de la situación previa es un indicador de una elaboración no adecuada del proceso evolutivo que debe recorrer toda crisis. Por otra parte, debemos ser conscientes que esta pandemia sumerge a la humanidad en una crisis de grandes dimensiones, aunque en esta reflexión nos quedamos sólo en el terreno de la salud mental. Nos veremos pues abocados a un cambio necesario. Existirá un antes y un después. El estrés y el fracaso de los hábitos de afrontamientos preexistentes, las pérdidas -personales, de seres queridos, trabajo, económicas, etc.-, las oportunidades, nuevas dimensiones, las salidas de la crisis, todo ello nos obligará a modificaciones y cambios. Como afirma el pensador John Gray: “Una ventaja de la cuarentena es que se puede utilizar para renovar las ideas. Hacer limpieza mental y pensar cómo vivir en un mundo alterado es la tarea que nos corresponde ahora”[3].
Sin embargo, sobrevuela en la situación que estamos experimentando la pregunta y la invitación a la reflexión sobre qué tiene de específica la circunstancia desencadenante de la misma. De qué forma la acción del coronavirus incide en las mentes de las personas, cuál es su acción psico(pato)lógica. Posiblemente es aún pronto para exponer argumentos y explicaciones cerradas. Estamos aún en momentos iniciales, de incertidumbre, y sin información suficiente para poder concluir definitivamente sobre lo que nos condiciona en nuestra manera de pensar y de sentir por esta circunstancia. Sin embargo, algunas cuestiones empiezan a surgir y pueden ayudarnos en esta reflexión y clarificación de lo que nos sucede en este nivel psicopatológico. Creo importante recurrir a la filosofía para poner sobre la mesa una cuestión que desde el punto de vista psicopatológico es crucial para entender, comprender y como consecuencia poder enfrentar los efectos mentales de esta pandemia y atravesar el proceso mental al que hacíamos alusión. En una entrevista reciente, el filósofo francés Roger-Pol Droit comentaba lo siguiente sobre lo que supone el coronavirus para la humanidad: “Algo se ha roto en el curso normal de nuestras vidas, y no tiene nada que ver con atentados terroristas, ni con la violencia habitual de los conflictos. Es un trastorno aún oscuro, difícil de delimitar, pero que nos obliga a todos de forma violenta a reevaluar todas nuestras certezas, y aquí está la experiencia filosófica: estamos ante una situación donde la vida cotidiana se fractura, se fisura, donde nos vemos obligados de forma abrupta a observar nuestras cartas mentales habituales y, tal vez, a cambiarlas. La experiencia que se nos ha venido encima es a la vez planetaria e individual. Y yo no creo que su nombre sea simplemente Covid-19. Esta experiencia podría llamarse azar. En este momento estamos experimentando hora tras hora, el enigma de lo aleatorio. En un mundo donde todos quieren controlarlo todo, donde pretendemos eliminar el azar. Hace una década yo lo llamé asesinato del azar, como si hubiera que erradicarlo, suprimirlo, hacerlo desaparecer; pues bien, el azar es obstinado, y está resurgiendo y volviendo con fuerza. Ahora nos vemos obligados a tratar con lo imprevisible, lo imprevisto, lo incontrolable, lo incierto, tanto a escala mundial como individual”[4].
Está aquí posiblemente una de las claves que dificulta aún en estos momentos la comprensión y como consecuencia la resolución del proceso de confusión y de inseguridad mental en el que estamos sumidos. Forma parte de los pilares de nuestro momento actual de civilización, y que incluye de una forma u otra a muchas culturas, el ideal de control total. Es un “valor” social que se convierte en “valor” individual y se incorpora así a nuestra identidad. Una vez incorporado, sentido y vivenciado, todo aquello que es imprevisto aparece como algo irracional, fuera de lógica. Este elemento psico(pato)lógico es clave para entender lo que sucede, aunque no es el único.
Otra cualidad de ese elemento es el carácter que se une al “valor” control. Es el matiz de la omnipotencia. Acompaña al control y lo complementa. Por tanto, no se trata de un control con cualquier intensidad. Se trata de que el “valor” es el de “control omnipotente”. Y, en el sentido que estamos hablando, para el caso que nos ocupa es el ideal de “control de la naturaleza”, y más concretamente “control de las enfermedades”. Forma parte del imaginario de nuestra sociedad, y de gran parte de nuestra civilización, al menos en lo que se refiere a la ideología hegemónica, el que no existe problema de salud que no tenga una solución. Difícilmente, en ese imaginario social se acepta que no exista una respuesta que tranquilice de manera inmediata, “debe existir” una solución. Podemos interpretar así muchas de las manifestaciones a las que estamos asistiendo, al margen de otros tipos de intereses, cuando se hace alusión a las intervenciones que van en la línea de la metáfora “Capitán a posteriori”. Negamos la realidad de la incertidumbre, de la duda, del azar, y de la inseguridad consecuencia de toda ella.
Un tercer elemento presente con los anteriores es ligar a los valores “control” y “omnipotente” el de “felicidad”. Es decir, en los ideales personales, y, por tanto, incorporados a la identidad, se encuentra articulada la felicidad al buen control (control omnipotente). De manera que, si el control se rompe, se hace imposible, sobreviene la infelicidad. Volviendo a Roger-Pol Droit, en una entrevista en El País comentaba: “Hay una especie de imperativo de ser feliz, en todas partes, todo el rato. Nos lo aconsejan de la mañana a la noche. Resulta sospechoso: cuando te lo repiten tantas veces es que algo no funciona”[5]. De la primera afirmación no hay duda. Forma parte de ese imaginario colectivo, como ideología hegemónica, el valor felicidad como algo, no ya necesaria, sino connatural con la forma de vivir, al menos en el mundo cultural occidental en el que estamos. Hasta tal punto que con seguridad en el ámbito de la salud mental el ideal de salud incorpora, integra, el valor felicidad y bienestar. Me atrevería a afirmar que incluso algunas Psicologías, como la Psicología Positiva, tienen en sus postulados elementos que podemos identificar con lo comentado. En este sentido Marino Pérez afirma: “La Psicología Positiva puede que sea más un síntoma de la época que una nueva ciencia. Ya hablar de ciencia de la felicidad o del bienestar debiera dar que pensar… El que aparezca ahora una psicología abanderada de la felicidad, más que ciencia, puede que sea, en realidad, síntoma del giro subjetivista, hedónico, propio del malestar inherente a la sociedad del bienestar…”[6] Esta última conclusión de Marino Pérez conecta con la segunda afirmación de Pol Droit, la de la sospecha; y desde el punto de vista que aquí contemplamos se trata de una manifestación más de la fuerza que tiene la cultura que nos envuelve y que por tanto contribuye a definir valores, ideales, y por tanto en la conformación de nuestra identidad.
Llegados a este punto, se podrían extraer algunas conclusiones de lo hasta aquí reflexionado sobre lo que supone el impacto de la pandemia del coronavirus en el aparato mental de las personas, al menos en nuestro medio cultural.
La primera de ellas es que el COVID rompe ese “ideal” de control-omnipotencia-felicidad predominante en los valores sociales y por tanto individuales. Las identidades apuntaladas, construidas sobre ese ideal no soportan su cuestionamiento por algo “azaroso” (las mutaciones caprichosas), novedoso, imprevisible (no sometido al conocimiento científico) y amenazante (la tecnología fracasa y nos jugamos la vida), y que nos sumerge en la confusión, la inseguridad, el miedo, la angustia y el terror de no conocer la salida (el cómo, el cuándo, el dónde).
En un intento de conjurar estos miedos e incertidumbre echamos mano de alguna metáfora con la que defendernos y con la que intentamos colocarnos, por similitud, en alguna posición que ilusoriamente nos lleve a un lugar de seguridad. El recurso a la metáfora de la guerra desempeña esta función. Con la metáfora de la guerra se juega a “combatir” esa inseguridad. Con ella estamos tranquilos porque existen recursos para afrontarla, tácticas, organización, y lo más importante en una guerra, existe un enemigo que puede conjurar el “sálvese quien pueda”. Sí, es una forma de defensa. Una defensa que tiene sus debilidades. La primera, que “realmente” no es una guerra y somete a un colectivo a una dinámica en la que se pueden producir equívocos: el enemigo no es otro humano, como ordinariamente, las armas convencionales no sirven como tampoco la marcialidad de la situación en un conflicto bélico, … Otra conclusión es que posiblemente para el conjunto de los ciudadanos y la conmoción producida en sus identidades, esta metáfora no termina de encajar, de ser útil, y confunde más que ayudar. En psicopatología, o en alguna psico(pato)logía, se suele decir que no existe lo que no tiene nombre. El recurso a la metáfora de la guerra es precisamente debido a la ausencia de “nombre” de lo que está conmoviendo a la Humanidad. Sí, tiene un nombre oficial, “pandemia”, pero su significado y la concreción en una palabra de todo lo que implica no existe. Es lo que le ocurre al psicótico con sus voces. Sólo cuando les ponen un origen, y les da una interpretación, puede ejercer alguna forma de control sobre ellas. No existe un nombre para esta interrelación entre la humanidad, y sus sujetos, con la naturaleza en general y otros seres de esta.
Y otra cuestión derivada de esta reflexión sobre lo que ocurre, es sobre las salidas de esta situación. Cómo afrontar de forma adecuada el proceso, de forma sana, y así salir de este estado de crisis. Para garantizar esa salida de forma adecuada debemos recordar algún principio sobre el que basar el concepto de salud. Para ello, debemos entender que tanto la sensación de sentirse sano, como la de sentirse enfermo, deriva del complejo funcionamiento del aparato mental de la persona. Y en él hemos de admitir la presencia de una constante que perdura toda la vida, el conflicto.
Precisamente es importante para la percepción de la salud asumir esta presencia constante del conflicto. Una forma de entender de manera general y resumida el objetivo del funcionamiento humano, tanto si ponemos la mirada en el nivel biológico, como si lo ponemos en el nivel de lo mental, psicológico, es el de satisfacer necesidades; las llamadas básicas, pero también las afectivas. Y una consecuencia de ese objetivo se traduce en conflicto cuando subjetivamente se vivencian dificultades en satisfacerlas. Bien porque el objeto que les da satisfacción nos produce ambivalencia, contradicciones, o bien porque el modo en que deben ser satisfechas nos deja sensaciones de parcialidad. De la variabilidad y complejidad de esta situación nos da cuenta la vida misma. La diversidad de “personalidades” nos está señalando la exigencia, la necesidad, de un tipo de objeto particular para sentirnos satisfechos, o bien el modo en el que hemos de conseguirlo o se nos debe proporcionar. No hace falta recurrir a la patología. Ahí están en la vida cotidiana todos los hábitos, los culinarios, los estéticos, las modas, las elecciones de profesiones, de amistades, parejas, etc. Todo un complejo diverso al que terminamos llamando “subjetividad”; y de la que se desprende entre otras muchas cosas la “idea”, valor, personal de sentirse satisfecho, sano o enfermo. Coincidente a veces sí, y a veces no, con los valores sociales, culturales, predominantes. En resumen, la salud mental se juega constantemente en la gestión cotidiana de esta realidad; es decir, tener salud mental es disponerse y ejercer una gestión adecuada de los conflictos cotidianos. No hay salud mental sin esa capacidad de gestionar los conflictos diarios, grandes o pequeños, coyunturales o madurativos, etc.
Este funcionamiento nos enfrenta además a otra realidad que choca con ese ideal que señalábamos anteriormente de “control-omnipotente-felicidad”. Y es que afrontar “conflictos” choca directamente con ese valor-ideal tan hegemónico. La razón es la siguiente: un conflicto sólo tiene una solución que satisface “parcialmente”. El motivo es muy simple. El conflicto aparece en aquellas situaciones en las que se debe elegir entre opciones contrapuestas, bien porque son igualmente atractivas (amor - odio), o porque son igualmente desagradables (renuncia al deseo – renuncia al deber), o porque las alternativas tienen aspectos atractivos y despreciables simultáneamente; tanto hacia uno mismo, intrasubjetivo, o hacia fuera, intersubjetivo. Existe pues una diferencia con el afrontamiento de problemas. En este caso, según la quinta acepción de la definición de la RAE, el problema trata de una “situación cuya respuesta desconocida debe obtenerse a través de métodos científicos”; es decir, se trata de buscar una solución operando en la realidad, según los conocimientos sobre la misma, se obtenga o no. De tal manera que, el problema tiene una solución, se pueda llegar a ella o no. Si se soluciona, aparecerá la satisfacción y si se fracasa, aparecerá la frustración y la necesidad de búsqueda de otra salida. En el conflicto la situación es totalmente diferente, cualquier solución es insatisfactoria, pues la satisfacción de una parte supone la insatisfacción de la otra con la que está en conflicto, tanto en lo intrasubjetivo como en lo intersubjetivo. Por tanto, su solución es a la vez fracaso; exige siempre una renuncia y la satisfacción es parcial, siempre frustra. La solución al conflicto siempre es una solución de compromiso que satisface dejando a la vez una cierta inquietud. Funcionar de esta forma, nos obliga a la renuncia del ideal que señalábamos al principio de control-omnipotencia-felicidad, y aceptar que el equilibrio posible tiene siempre algún nivel de inestabilidad y de inseguridad. Una situación como la que vivimos, como en general todas aquellas situaciones de crisis desencadenadas por algún agente externo, tiene las dos vertientes: la de resolver un problema y la de resolver un conflicto, ligado este siempre a la vivencia subjetiva de la situación. Y esta realidad no debemos olvidarla para afrontar debidamente la salida adecuada de la misma. Es ahí a donde debemos dirigir los esfuerzos de la resiliencia, como la capacidad máxima de los seres humanos para adaptarse positivamente a las situaciones adversas.
No hemos hablado de tiempo ¿Cuánto dura este proceso complicado, complejo, que enfrenta esta situación inédita? ¿Cuánto tarda nuestra mente en encontrar salidas? La respuesta es ya conocida: variable. Y, sobre todo, subjetivamente variable. Dependerá de cada cual. En función de la experiencia, las vivencias y las circunstancias que incluya su proceso de afrontamiento, pero también de los apoyos que reciba. Puede durar meses, pero también se puede alargar. Estamos viendo que los elementos intervinientes pueden incidir a lo largo del tiempo, pero por otra parte el propio proceso tiene sus momentos de progreso y de regresión, hasta encontrar una nueva forma de equilibrio subjetivo, sin descartar etapas intermedias de equilibrios inestables. Equilibrios que no nos aseguran salud. Al fin y al cabo, las organizaciones psicopatológicas se pueden entender como configuraciones que pretenden una manera de alcanzar un equilibrio.
Existiría otra consecuencia para tener en cuenta, desde esta óptica psico(pato)lógica tanto para la generalidad de la población, al menos en nuestra cultura, como a nivel individual. Se ha hablado de tres momentos en la Historia claves que colocaron a la Humanidad en una situación de crisis con repercusiones y consecuencias importantes, y que significaron cambios estructurales en la vida, la cultura e incluso en sus organizaciones sociales tal como estaban establecidas hasta este momento. La Humanidad tuvo que aceptar que no era el centro del Universo, tuvo que aceptar que no era el centro de la Historia y tuvo que aceptar que no era el dueño de su comportamiento. Esta pandemia parece que nos pone ante una nueva tesitura semejante y de nuevo nos recuerda que tampoco, con sus conocimientos científicos y sus conocimientos tecnológicos es la dueña de la naturaleza. Puede que esta experiencia nos proporcione una nueva weltanschauung de la Humanidad; no lo sabemos aún, lo que sí es seguro es que dará lugar a muchas weltanschauung individuales y personales.




[1] Muchas referencias podríamos colocar aquí, pero sólo una a destacar por la similitud con el motivo de esta reflexión, pues esta monografía surge derivada de los acontecimientos de los atentados de Atocha en 2004 y el desarrollo de intervenciones que dieron lugar. Se trata de la monografía de A. Fernández Liria y B. Rodríguez Vega: Intervención en crisis. Editorial Síntesis. Madrid, 2007.
[2] Esta reflexión aparece en el extenso y profundo estudio de J. Luis Tizón, El poder del miedo. Editorial Milenio. Lleida, 2011.
[3] John Gray. Why this crisis is a turning point in history. ‘New Statesman’. 1 de abril de 2020.
[4] https://www.youtube.com/watch?v=qmMmImN1OSg
[5] El País. 15 de febrero de 2015
[6] El enfoque contextual frente a las terapias contextuales. Las terapias de tercera generación como terapias contextuales. Marino Pérez Álvarez. Editorial Síntesis. Madrid, 2014.

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