SALUD MENTAL
Y PANDEMIAS. UN ACERCAMIENTO HISTÓRICO
Esteban Rodríguez Ocaña
Catedrático jubilado de Historia de la Ciencia
Universidad de Granada
Las enfermedades
infectocontagiosas, trasmisibles, producidas por gérmenes microscópicos acompañan
la marcha de la humanidad, pues expresan un gozne de unión entre los seres
vivos y su medio ambiente. Desde una perspectiva evolucionista, la relación
entre gérmenes infectantes y población susceptible tiende al equilibrio, de
manera que conforme el mundo se va haciendo uno, mediante el tráfago continuo
de personas y mercancías, el mundo microbiano se va unificando igualmente,
provocando explosiones puntuales, brotes epidémicos, que si se difunden llegan
a producir pandemias. Por ejemplo, el cólera, una enfermedad diarreica aguda conocida
como “la enfermedad habitual de los veranos” en las orillas del Ganges, según
los primeros viajeros europeos, se extendió por el mundo a partir de 1817 en oleadas
pandémicas, cinco de ellas a lo largo del siglo XIX, sin que pueda decirse que haya dejado de ser
un grave problema sanitario: en 2001 la OMS registró 41 brotes coléricos en 28
países, que fueron 120 en 2010, entre ellos el de Haití, donde se agravó tras
el huracán Matthew de 2016.
Pues
bien, sobre esta larga serie de compañeros desagradables del devenir humano,
pandemias y epidemias, hay una buena cantidad de estudios históricos que
combinan la percepción de sus circunstancias novedosas con la presencia
continua de otras que corresponden al campo de las experiencias humanas a
través del tiempo. Entre estas, como he apuntado en otro lado, desconcierto y desorden social y
moral, miedo y desconfianza en la autoridad, sin olvidar la búsqueda de chivos
expiatorios, en forma de figuras, grupos o colectivos humanos a los que se
culpabiliza de la epidemia, como los untori
de la novela de Alessandro Manzoni, los frailes del cólera madrileño de
1834 (Fernández, 1985: 30-37) o los médicos o científicos en varios lugares y
épocas (véase la narrativa filo-fake news
sobre el origen del SARS-2 en un laboratorio chino).
En
tiempos de la peste medieval, la rapidez de su curso y su elevada letalidad desafiaba
todo intento explicativo, de modo que se asociaba con facilidad a una
intervención divina punitiva que destrozaba las rutinas y las convenciones. La
cuestión del desorden moral y su contrapartida, la exacerbación de sentimientos
religiosos (misticismo) y ritos expiatorios ha sido analizada en las epidemias
más antiguas (Dupont, 1984; Jones 1996). En las sucedidas desde la Edad Moderna
su lugar lo han ocupado las preocupaciones por la reacción social y sus efectos
entre las masas, en términos cuantitativos y de comportamiento, y a las ideas que las mueven, en su caso. Por
ejemplo, se ha estudiado su contribución al nacimiento de una concepción social
de la salud, a través de los estudios estadístico-demográficos de Louis René
Villermé en Francia en torno a la primera pandemia de cólera (1832) (Rodríguez
Ocaña, 1987 y 1992). Pero los estudios
históricos sobre las pandemias no prestan atención a sus efectos sobre la salud
mental de las poblaciones afectadas, al menos no de manera generalizada, hasta
donde yo sé, lo que tiene que ver con el estado de la atención psiquiátrica a
través de la historia. Investigaciones históricas sobre la salud mental en el
Medievo (Espi Forcen, 2015) recurren a las vidas de santos, a la literatura de
exorcismos y los libros de buen morir o Ars
moriendi (Mitre, 2019), no a los textos sobre peste. No conozco estudios
que valoren la epidemiología de las enfermedades o trastornos mentales en la
estela de la fiebre amarilla del siglo XVIII-XIX, ni la del cólera en sus
distintas apariciones a lo largo del siglo XIX. Tampoco en la gran pandemia de
la gripe incorrectamente llamada “española” de 1918-1920, desde una perspectiva
histórica.
¿Ha
ocurrido lo mismo en las pandemias post-Segunda Guerra Mundial, una vez
establecido el valor “salud mental” entre las preocupaciones de nuestras
sociedades industriales y postindustriales y elevado a norma internacional a través de la Organización Mundial de la
Salud? Me he fijado concretamente en las pandemias producto de enfermedades
infecciosas emergentes –concepto elaborado por la Academia (entonces Instituto)
Nacional de Medicina de Estados Unidos en 1992 (Oromí Durich, 2000; Patel et
al. 2008), esto es la pandemia de sida (1981-), las de SARS (2003), gripe A ó por
virus H1N1 (2009), Ebola (2014-2016) y Zika (2015).
He
empleado la base de datos internacional más común y accesible, MEDLINE (PubMed),
con los resultados que muestra la Tabla 1. En todos los casos, empleé un perfil
de búsqueda tal que [HIV-AIDS + Mental
Health]. Como es
sabido, en toda búsqueda automatizada se obtiene un cierto número de resultados
que no se corresponden estrictamente con lo solicitado y que constituyen “el
ruido temático” de la búsqueda, por lo que todas deben ser depuradas con
criterios selectivos. Esta selección la he hecho mediante la lectura de los
títulos y la consulta de los abstracts,
si aquéllos no eran suficientemente explícitos. El tamaño encontrado para
VIH-sida me impide efectuar dicha selección. Para el caso del SARS, buena parte
de las referencias “ruidosas” se correspondían con trabajos sobre Covid-19,
cuyo agente causal es un virus SARS-2.
TABLA 1.
RESULTADOS DE BÚSQUEDA EN PUBMED, A 30 DE ABRIL DE 2020, SOBRE SALUD MENTAL Y
PANDEMIAS
|
|||
SALUD MENTAL y
|
Periodo
de publicación
|
Nº
referencias encontradas
|
Nº de
referencias precisas
|
VIH-sida
|
1984-2020
|
4358
|
-
|
SARS
|
2003-2020
|
96
|
39
|
Gripe A
|
2009-2020
|
76
|
9
|
Ébola
|
2014-2018
|
92
|
31
|
Zika
|
2015-2020
|
61
|
8
|
Covid 19
|
2020 (ene-abr)
|
257
|
180
|
Las
cifras de la Tabla 1 dejan claro que la salud mental ha conquistado un lugar
entre las preocupaciones sanitarias en tiempos de enfermedad epidémica transmisible en el siglo XXI. En algún caso, la prensa diaria española se ha
hecho eco de noticias de agencias internacionales en tal sentido, como la
información de Reuters, aparecida en público.es, el día 15 de diciembre de 2009, comentando los
problemas mentales padecidos por supervivientes asiáticos de la pandemia SARS
de 2003, siguiendo el trabajo de Lam et
al. (2009).
Las
cuestiones con relación a salud mental tratadas en cada pandemia son: la
situación general de la atención psiquiátrica y sus peculiaridades en cada
caso, la aparición de cuadros o síntomas neuropsiquiátricos y psicopatológicos
y el grado/modalidad de afectación y
tratamiento en distintos grupos poblacionales, como la población infantil en el
caso de Ébola, los familiares cercanos en el caso de Zika y los trabajadores
sanitarios en casi todos los casos.
Por
ejemplo, es un capítulo abierto el estudio de la influencia neurológica central
de ciertas infecciones víricas, entre ellas la gripe. Revisiones muy recientes
han encontrado testimonios de los siglos XVIII y XIX que sugieren una relación entre las pandemias
de gripe y un incremento en la presentación de cuadros neuropsiquiátricos (Troyer,
Kohn, Hong, 2020). Las “psicosis
postgripales” contribuyeron a sostener las investigaciones sobre la etiología
externa de las psicosis, uno de los aspectos más debatidos en psiquiatría hasta
la II Guerra Mundial. Un caso de relación discutida con la gripe es la epidemia
de encefalitis letárgica (descrita por Constantin von Economo:
hipersomnolencia, psicosis, catatonia y parkinsonismo) que se extendió por
el mundo desde el invierno de 1916-17
hasta entrados los años de la década de 1930. Fue especialmente dura en Europa
en los años que siguieron a la gran pandemia gripal de 1918-20, con un número
de muertes elevado y secuelas permanentes entre los supervivientes (Salamano
2015; Hoffman, Vilensky 2017). Esta línea de preocupación y estudio sigue
abierta en la pandemia actual. Estudios clínicos realizados en China encuentran
que un 36% de pacientes de Covid-19 presentan sintomatología neurológica, con
preferencia entre las personas más gravemente afectadas. Asimismo, se ha
descrito una encefalitis por coronavirus SARS-2 en el Hospital Ditan de Beijing
(Wu et al. 2020; Huang &Ning
2020).
Pero
esta línea de abordaje neuropsiquiátrico de una pandemia infecciosa no difiere
en nada al que pueda tener respecto de cualquier otra entidad morbosa y se
sustenta sobre una consideración individual de los efectos morbosos del agente
etiológico. Lo que resalta del acercamiento psiquiátrico viene dado por la valoración
de los efectos catastróficos de la pandemia de que se trate, considerada como
factor estresante en si misma (Pfefferbaum et al., 2012) Esto es, aparte de
los posibles efectos morbosos centrales del propio agente etiológico, la otra gran fuente de
problemas psicológicos y psicopatológicos es el estrés asociado a la
vivencia de la pandemia, pues además de su tremendo impacto sobre todas las facetas de la
vida individual y comunitaria en prácticamente todos los sectores económicos y
sociales, las pandemias resultan ser a significant psychological stressor (Troyer,
Kohn y Hong, 2020). Resulta obligado que nos planteemos la procedencia
histórica de estos supuestos.
Javier
Moscoso (2011) habla del dolor inconsciente partiendo de dos palabras: estigma
místico y trauma. Los estigmas eran
signos de la Pasión inscritos en los cuerpos por acción divina, que a finales
del siglo XIX se empezaron a considerar desde la perspectiva de la enfermedad
mental en la escuela de Charcot. Trauma
como indicativo de un daño puramente físico o quirúrgico se desplazó al ámbito
psicológico conforme se fue abriendo paso la idea de psicogenia que fue
popularizada por Jean Martin Charcot desde su clínica de La Salpetrière
mediante su concepto de trauma histérico
o neurosis traumática, extendido por Breuer y Freud a la histeria en
general (Pérez-Rincón, 2012). Micale & Lerner (2001) (citados por Martínez
Pérez, 2008: 459-466) apuntan a la influencia del medio industrial y de los
accidentes de ferrocarril (railway spine fue el nombre de una
condición sufriente de la que no se conocía con exactitud su fundamento
antomopatológico). Lerner (2003) analiza la discusión médica y psiquiátrica sobre
la compensación por accidentes en Alemania, primer país en promulgar un seguro
obligatorio de accidentes de trabajo (1883), discusión vigente todavía veinte
años después. Llama la atención que en ese contexto se acuñara el concepto de neurosis de renta para referirse a trabajadores
supuestamente simuladores, porque sus quejas no se correspondían con un
diagnóstico médico, que buscaban cobrar las indemnizaciones previstas. Las
disputas sobre la existencia el síndrome
del estallido (shell-shock syndrome)
y de la neurosis de guerra una vez
iniciado el primer conflicto mundial continuó el mismo debate entre quienes
defendían que las personas tienen un límite de aguante, de modo que en casos de
presiones extremas, como las de una guerra (o un trabajo) industrial,
cualquiera podría venirse abajo, frente a los que veían en la guerra (trabajo)
la prueba verídica de la firmeza de carácter. Muchos psiquiatras, como el
profesor Bardamu, encargado del hospital en el que es recluido el protagonista
de la novela de Céline Viaje al fin de la
noche, estaban conformes con que “la guerra hace de formidable revelador
del espíritu humano”. Es importante advertir que la Gran Guerra terminó en
medio de la tendencia a la baja en la aceptación social de las neurosis
traumáticas, en Alemania como en otros países, pues es preciso considerar
también la literatura “anti-trauma” que subraya el escepticismo ante las
posibles heridas emocionales y marca una ambivalencia que no se ha superado aún
del todo (Wessely, 2004).
La
obra de Lerner se opone a la larga tradición psiquiátrica que establece una
línea de continuidad entre la construcción del síndrome de estallido, la
epidemia de neurosis de guerra en las dos guerras mundiales, los efectos
deletéreos de la guerra de Vietnam y así hasta el enunciado de los trastornos de
estrés postraumático en el DSM-III-R (1980). Con no poca sorna, Wessely refiere
el distraído pasatiempo con que se divierten algunos “traumatologistas”, como
parecen denominarse a sí mismos, intentando localizar la descripción princeps del trastorno de estrés
postraumático “en los supervivientes de un alud en la Suiza del siglo XVIII,
las obras de Shakespeare o la Ilíada”.
Como nos ha enseñado Rafael Huertas (2001), la historia de la
psiquiatría, como la de cualquier aspecto de las ciencias médicas, no puede ser
entendida en términos exclusivamente médicos ni intelectuales, siempre hay que
considerar el medio cultural y social del momento histórico al que nos
refiramos. Y aún dentro de un mismo contexto sociocultural, los criterios de
actuación dependen también de variables como la clase social, el género, o la
«cultura profesional».
Esto
no niega que el actual concepto y práctica psicopatológica en torno al estrés
postraumático se forme uniendo tres tipos de componentes doctrinales, los que
proceden de la psiquiatría militar, los derivados de la fisiología de las
emociones y la teoría de crisis que tomó el síndrome del duelo como modelo (Gersons
& Carlier, 1992).
Parece
claro que el reconocimiento a través del DSM III-R de la entidad “trastornos de estrés
postraumático”, como categoría
que recogía trastornos psíquicos de causa externa o social, respondió de manera
inmediata al reconocimiento de las consecuencias de la guerra de Vietnam en la salud mental de los soldados veteranos,
junto a la experiencia de los detenidos en campos de concentración (por
ejemplo, procedentes del Holocausto judío). Situaciones que vinieron a sumarse
a una larga tradición que se remontaba, de manera expresa, al menos hasta la I
Guerra Mundial, si bien de manera no lineal, como acabo de advertir en párrafos
anteriores (por ejemplo, véase Pols, 1999).
La
historia del concepto de estrés comienza
en el campo de la Fisiología general, donde, hacia 1920, se impuso una visión
holística, contraria al mecanicismo vigente, a partir de las aportaciones de
fisiólogos estadounidenses y británicos como Cannon, Henderson, Sherrington,
Haldane o Bancroft. Cannon, quien había
estudiado experimentalmente los cambios fisiológicos ligados a la emociones (Bodily changes in pain, hunger, fear, and
rage, Nueva York, dos ediciones en 1915 y 1920 y múltiples reediciones
hasta 2010), denominó “homeostasis” al
conjunto coordinado de
procesos fisiológicos encargados
de mantener la
constancia del medio
interno. Años después, Hans Selye, endocrinólogo de formación experimental y profesor en la Universidad de
Montreal siguiendo a Cannon acuñó el síndrome
general de adaptación como respuesta global inespecífica a una agresión morbosa y, en la década de
1940, definió “estrés” como suma de todos los cambios inespecíficos en un
sistema biológico provocados por su medio ambiente, cambios que eran, en suma,
la base de la vida (Viner, 1999). Con la
teoría del estrés, Selye dio a la humanidad un nuevo lenguaje científico para
explicar el fracaso y la enfermedad y para prometer su superación. Si bien sus
explicaciones fueron muy discutidas en el campo fisiológico, recibieron
atención en las ciencias del comportamiento aplicadas a la milicia y al trabajo
hasta que, a finales de la década de 1970, conocieron un renacimiento
científico que las ha convertido en imprescindibles en toda narrativa personal
y científica de la vida moderna. Selye ayudó con el enunciado, en 1975, de la heterostasis, que venía a señalar el
área o espacio de combate contra el factor agresor que genera estrés, de modo
que la persona se convertía en estresada.
Por otro lado, Erich Lindemann, desde
el servicio de psiquiatría del Hospital
General de Massachussets en Boston y catedrático en Harvard y Stanford, habiendo
colaborado con Cannon en experimentos psicofisiológicos durante los años de la
década de 1930 e influido por Freud, acuñó en 1944 el síndrome de duelo agudo, y
en 1948 creó un programa comunitario de salud mental que se convirtió en modelo. El síndrome de duelo servía para nombrar un
fuerte desequilibrio en personas sin problemas psicopatológicos previos, pero
en situación crítica por causas externas, aunque se preocupó por distinguir
entre una reacción de duelo “normal” y una “patológica”. El abordaje del duelo se
convirtió en modelo para toda situación
de pérdida y a lo largo de las décadas
siguientes esta teoría de crisis estimuló la posibilidad de prevenir los
trastornos psíquicos (Gersons & Carlier, 1992: 745).
Con
estas mimbres, en las últimas décadas se ha puesto de manifiesto la
conveniencia de desarrollar un polo de salud mental en la atención a las crisis
de salud pública y a las catástrofes en general. La OMS advertía, a finales de
la década de 1970 (Lechat, 1979), sobre la importancia de considerar la
dimensión de salud mental en los planes de preparación frente a emergencias
sanitarias. Incluso se ha creado una revista especializada, International Journal of Emergency Mental
Health and Human Resilience, desde 1998, centrada sobre catástrofes
comunitarias, el impacto de la exposición al trauma y la intervención urgente
desde la perspectiva psicológica y psicopatológica. Un artículo a título de
ejemplo y de contenido general es Joseph A. Boscarino. Community Disasters,
Psychological Trauma, and Crisis Intervention. Int J Emerg Ment Health. 2015; 17(1): 369–371.
Aun cuando
todavía no se conozcan con exactitud las consecuencias de la pandemia actual,
existen indicios de que puede producir altas tasas de trastornos de estrés
postraumático, depresiones y adicciones entre los supervivientes, familiares de
las víctimas, trabajadores sanitarios y otro personal esencial (trabajadores de
alimentación y de reparto, funcionarios policiales, etc). Por la prensa conocemos un estudio de Save
The Children mediante
encuesta entre niños, niñas y familias en Alemania, Finlandia, España, Estados
Unidos y el Reino Unido, que ha puesto de manifiesto el que uno de cada cuatro
niños sufre ansiedad por el aislamiento social derivado del coronavirus, y que
“muchos de ellos” corren el riesgo de sufrir trastornos psicológicos
permanentes.
Existen varios trabajos que apuntan a la vinculación de diversa
morbilidad psiquiátrica con el anterior síndrome respiratorio grave de 2003 (Lam
et al., 2009; Mak et al. 2010; Liu et al., 2012). Un colectivo directamente
señalado como victimario en las pandemias por enfermedades trasmisibles son los
trabajadores sanitarios. Ignacio Ricci Cabello e Isabel Ruiz Pérez publicaron el 7 de abril
en la Escuela Andaluza de Salud Pública una revisión urgente sobre dicho
problema, que está disponible de forma completa y en formato pre-revisión. La
Sociedad Española de Psiquiatría ha publicado avisos generales dirigidos a la población
y otros específicos para sanitarios.
Todo
lo cual nos indica que existe una ventana de oportunidad para el refuerzo
profesional de la salud
mental.
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